Anatomía del Kirchnerismo

11.Ene.13    economía argentina
   

RESUMEN:
El kirchnerismo reconstruyó el estado idealizando al capitalismo regulado, subsidiando a la burguesía y esperando el surgimiento de un funcionariado eficiente. Ha forjado un régimen con pilares para-institucionales y las semejanzas de contexto con el primer peronismo no se extienden a la relación con los trabajadores.
El gobierno tiene un perfil centroizquierdista y desarrolla contradictorias políticas de regimentación y democratización en torno a los derechos humanos, los medios y la justicia. Retoma los intentos de fusión del peronismo con el progresismo, en choque con los caceroleros de la derecha y el protagonismo sindical.
La perpetuación de la desigualdad y el rechazo oficial de horizontes socialistas conspira contra las metas imaginadas por el progresismo K. Este sector actúa con escasa autonomía y reduce las opciones actuales a la simple elección entre dos campos.
La derecha trabaja por una restauración neoliberal. El marco democrático y las expresiones de soberanía desatan sus enojos elitistas. Promueve el revanchismo gorila mediante hipócritas convocatorias al dialogo y en su cruzada contra el populismo alienta la despolitización.
El formalismo republicano oculta viejas complicidades con dictaduras y una persistente aversión a la democracia real. Esta duplicidad se verifica en la apología de la Constitución vigente. La centroizquierda anti-K comparte estas estrategias de institucionalidad conservadora, apuntalando campañas y candidaturas regresivas. Postula repetir la experiencia de gobiernos vecinos, que resisten los avances democráticos y sociales logrados en nuestro país.
La izquierda partidaria constata la naturaleza capitalista del gobierno, sin clarificar las singularidades del kirchnerismo. Tampoco especifica el carácter progresivo o regresivo del bonapartismo oficial. Su neutralidad en los conflictos oficiales con la derecha ilustra una carencia de brújula.
La izquierda independiente propone prácticas militantes inspiradas en la tradición revolucionaria latinoamericana. Cuestiona al gobierno sin aceptar puentes con la derecha, pero afronta el desafío de superar los resabios del autonomismo anti-electoral. El 2013 confirmará el excepcional momento que vive Argentina.


Tres conceptos son necesarios para comprender el kichnerismo: reconstrucción del estado capitalista, régimen neo-populista y gobierno de centroizquierda. Estas nociones clarifican el ciclo actual y contribuyen a gestar un proyecto superador desde la izquierda.

CAPITALISMO SERIO CON BURGUESÍAS SUBSIDIADAS

El Kirchnerismo emergió bajo los efectos de la rebelión del 2001 y se abocó a restaurar el estado cuestionado por esa sublevación. Recompuso un organismo desarticulado por la extinción de la moneda, la paralización de las fuerzas represivas y la conversión de escuelas en comedores sociales. Actuó en un marco signado por la evaporación de los contratos y la pulverización del sistema político.
Entre el 2003 y el 2007 Kirchner restableció el funcionamiento de la estructura estatal que garantiza los privilegios de las clases dominantes. Pero consumó esa reconstitución ampliando la asistencia a los empobrecidos, promoviendo avances democráticos y aceptando mejoras sociales.
La emergencia quedó superada en un contexto de altos precios de las exportaciones y repunte cíclico de la rentabilidad. El gobierno reforzó entonces su política económica neo-desarrollista, priorizando el consumo y favoreciendo a los sectores agro-industriales en desmedro de los financistas.
El oficialismo busca gestar desde ese momento un “capitalismo serio” supervisado por el estado. Espera generar un círculo virtuoso de bienestar y equidad, contrapuesto al “anarco-capitalismo” neoliberal. Pero no aclara dónde se ha logrado implantar ese modelo. En los países europeos prevalece el ajuste para socorrer a los bancos y en las economías asiáticas se exprime brutalmente a la fuerza trabajo. Todas las variantes de capitalismo regulado se basan en la competencia, el beneficio y la explotación, es decir en tres rasgos antagónicos con la igualdad.
La idealización oficial del intervencionismo incluye otra expectativa: asegurar la continuidad del crecimiento con incentivos al consumo. Pero también el capitalismo estatista necesita sostener la demanda con rentabilidad e inversión. No puede auto-propulsarse sólo con mejoras del poder adquisitivo.
La ingenuidad keynesiana suele omitir ese condicionamiento o el predominio de empresarios que exigen ganancias y auxilios del estado para reducir costos. Este patrón de lucro suele desmentir todas las fantasías socialdemócratas sobre el comportamiento benevolente de los capitalistas.
El kirchnerismo también apuesta a recrear la burguesía nacional como protagonista de la acumulación. Pero los grupos concentrados fugan capital en lugar de invertir, engrosan sus patrimonios con subvenciones estatales y mantienen su rentabilidad con remarcaciones de precios.
Este comportamiento ha conducido a la reaparición de la inflación y el bache fiscal. También recobran visibilidad las tensiones derivadas del mono-cultivo sojero, el extractivismo mega-minero, la pérdida del auto-abastecimiento petrolero y el estancamiento de la reindustrialización. Estos problemas son consecuencias del propio modelo y no meros resabios de los 90 .
El gobierno espera corregir estos desequilibrios gestando un funcionariado con suficiente habilidad y poder para disciplinar a las grandes empresas. Pero las firmas foráneas mantienen las mismas prerrogativas de la década pasada y la vieja burguesía nacional ha decrecido, en comparación con los segmentos exportadores más internacionalizados.
Los reguladores kirchneristas no han logrado contrapesar ninguna de esas tendencias. Subsiste la histórica carencia de una burocracia eficiente y reaparece un “capitalismo de amigos” rodeado de coimas.

COMPARACIONES CON EL PRIMER PERONISMO

El régimen político kirchnerista se asienta en el liderazgo presidencial, la gravitación de mecanismos delegativos y la influencia de organismos para-institucionales. Preserva todas las normas constitucionales vigentes desde 1983, pero con mayor apego a las tradiciones populistas que a los basamentos republicanos.
En ambas modalidades persiste la subordinación de la soberanía popular a los controles que ejercen las clases dominantes a través de su poder económico, judicial o mediático. Se puede votar periódicamente, pero no desafiar los privilegios sociales de los acaudalados .
Pero el molde político informal de la última década sintoniza con mecanismos de gestión gubernamental más afianzados y presenta varias semejanzas con lo ocurrido durante el primer peronismo. El kirchnerismo se forjó en un contexto económico favorable e introdujo mejoras sociales, con la intención industrialista de revitalizar la autonomía nacional. Al igual que en los años 40 se consolidó en un fuerte choque con la oposición, que ha fortalecido la autoridad presidencial.
El protagonismo actual de Cristina es arrollador. Ejerce su arbitraje tironeada por grupos capitalistas concentrados que exigen ajuste y movimientos sociales que reclaman con acciones directas. CFK recurre a la misma oscilación que Perón para lidiar con esta encrucijada .
Pero el kirchnerismo desenvuelve modalidades neo-populistas mucho más atenuadas que las vigentes durante el peronismo clásico. No busca la centralidad de la industria sino su rehabilitación, en una economía recentrada en torno a la exportación de bienes primarios. No confronta con Estados Unidos, sino que intenta recuperar la independencia tradicional de la política exterior que diluyó el menemismo. No apuesta al comando argentino de la zona, sino a una coordinación subordinada a la estrategia brasileña. El viejo nacionalismo ha quedado amoldado a un proyecto más acotado de regionalismo consensuado.
Esta moderación obedece ante todo a una diferencia de origen con el justicialismo. Perón nunca enfrentó la catástrofe económico-social o el descreimiento político que irrumpieron en el 2001. Tampoco rige en la actualidad la virulenta oposición militar-golpista, que radicalizaba todas las confrontaciones con el peronismo.
Pero la principal diferencia entre ambos procesos es la relación con la clase trabajadora. En los años 50 la masa obrera obtuvo logros económico-sociales inéditos para un país latinoamericano. Estas conquistas coronaron una intensa industrialización por sustitución de importaciones, que facilitó la enorme gravitación del proletariado y su posterior integración como la “columna vertebral” del justicialismo.
El kirchnerismo surgió, por el contrario, en un escenario signado por la regresión industrial y la fractura de los trabajadores en segmentos formales y precarizados. Esta división persiste al cabo de una década de regulación neo-desarrollista, puesto que la recuperación significativa del empleo y los salarios se limitó al sector registrado. Ya no rigen los avances sociales generalizados que cohesionaban a la clase obrera. Se recompuso el nivel de vida de los “incluidos” y se estabilizó el empobrecimiento de los “excluidos”.
También la clase media quedó subdividida en sectores recuperados y sumergidos. La expectativa de ascenso social se ha evaporado ante la magnitud de las desigualdades. Esa segmentación sepultó la vieja escuela pública y disolvió los servicios compartidos de salud.
El kirchnerismo se amolda a esta fractura y busca desembarazarse de la incidencia t que mantuvo tradicionalmente el movimiento obrero dentro del peronismo. Intenta congraciarse con los capitalistas para estabilizar un régimen desligado de las demandas sociales. Es cierto que favoreció inicialmente la reconstitución de los sindicatos, pero con el propósito de debilitar a los piqueteros. Cuando los gremios recuperaron su peso, el oficialismo se embarcó en una política de fractura de las centrales sindicales .
Estos choques con los sindicatos no son novedosos y han signado la historia del peronismo, desde la liquidación del laborismo hasta las pugnas con el vandorismo. Las confrontaciones siempre incluyeron disputas por la conducción y los privilegios, entre burocracias estatales, partidarias y sindicales. Pero la tensión actual tiene un trasfondo más definido. El neo-populismo kirchnerista pretende eliminar la obstrucciones a la estabilización hegemónica, que impuso la insurgencia obrera durante el peronismo clásico. Esta meta requiere a su vez un tipo de gobierno muy diferente a ese modelo justicialista.

DEMOCRATIZACIÓN Y REGIMENTACIÓN

El gobierno kirchnerista presenta un perfil de centroizquierda. Se asemeja a otras administraciones sudamericanas que contemporizan con los movimientos sociales, sin modificar las transformaciones regresivas que introdujo el neoliberalismo. Comparte con Lula-Dilma Rousseff o Tabaré Vásquez-Pepe Mujica una ubicación política igualmente distanciada de la derecha represiva, librecambista y pro-norteamericana (Piñera, Calderón-Peña, Uribe-Santos) y del antiimperialismo radical (Chávez, Evo).
En muchos planos los presidentes de centroizquierda se asemejan a los viejos gobiernos socialdemócratas por sus agendas amoldadas al entorno capitalista y por sus políticas disuasivas de las demandas populares.
El kirchnerismo se aleja del nacionalismo burgués clásico (Perón) y de sus derivaciones reaccionarias (Isabel) o neoliberales (Menem). Retoma el proyecto de la renovación que encabezó Cafiero a mitad de los 80, cuando se buscó introducir dentro del peronismo los parámetros del período alfonsinista.
Para construir su nueva identidad el gobierno atenuó la simbología tradicional del justicialismo. Se conmemora más el fallecimiento de Evita o la victoria de Cámpora que el 17 de octubre. No hay muchas citas del General y la melodía de la marcha peronista ha quedado ensombrecida por el cancionero latinoamericano. Se ha congelado, además, el papel del PJ a favor de un proyecto transversal. Pero el nacimiento de la nueva criatura se demora y en las situaciones críticas reaparece la frenética búsqueda de respaldo justicialista.
Últimamente Cristina ha ensayado con más decisión la construcción de una fuerza socialmente alejada de la clase obrera y basada en segmentos de la clase media, el funcionariado joven y los sectores empobrecidos. Logró una significativa aproximación de la intelectualidad progresista, que estaba enemistada con el peronismo desde la traumática experiencia de los 70.
La peculiar combinación de neopopulismo y centro-izquierdismo en curso se expresa en el contradictorio aliento oficial de la democratización y la regimentación de la vida política. Los ecos de la insurgencia del 2001 se verifican en el primer terreno y la recomposición del poder estatal se corrobora en el segundo campo. El mismo gobierno que facilita el ensanchamiento de ciertos derechos democráticos, acota la ampliación de esas conquistas. Este doble movimiento se verifica especialmente en la esfera de los derechos humanos.
Kirchner reabrió los juicios a los genocidas, anuló los indultos y facilitó el encarcelamiento de los principales criminales de la dictadura (Videla, Menéndez, Astiz, Acosta). Revirtió décadas de impunidad y permitió que ya existan 378 represores condenados. El año pasado se aceleraron los mega-juicios (ESMA, La Perla. Tucumán) y comenzó la indagación de los cómplices civiles de la dictadura (como Blaquier). Se han recuperado muchos nietos y se instaló una gran difusión escolar y mediática de lo ocurrido con los desaparecidos.
Estos avances democratizadores se extendieron a otros campos con la introducción de nuevos derechos (matrimonio igualitario, voto a los 16 años, libre acceso al historial clínico, identidad de género, muerte digna), mientras crece la demanda por legalizar el aborto. La iglesia no ha podido frenar esas conquistas.
Pero esta secuencia de libertades no se proyecta a ningún terreno que pueda afectar la marcha de los negocios, los compromisos externos o las alianzas con políticos reaccionarios. Por eso se introdujo la ley anti-terrorista exigida por el Departamento de Estado, que brinda a los jueces un instrumento para criminalizar la protesta social. Se intentó también un proyecto X de espionaje de la militancia y persisten 5000 procesamientos de luchadores sociales.
Lo más preocupante es la veintena de víctimas fatales registradas en protestas populares durante los últimos tres años. En los casos más traumáticos (Mariano Ferreira, Parque Indoamericano, aborígenes QOM, campesinos del MOCASE, gatillo fácil en Bariloche, activistas de Jujuy y Rosario, el gobierno deslindó responsabilidades y descargó culpas sobre las patotas, los gendarmes o los funcionarios menores. Pero es evidente que nadie puede actuar en ese tipo de situaciones sin alguna protección oficial. El propio Poder Ejecutivo montó, además, absurdas denuncias contra dirigentes de izquierda (por “quemar los trenes”), propició la represión de los críticos de la mega-minería y encubre causas inconvenientes (responsables políticos del asesinato de Kosteki-Santillán).
La misma dualidad se observa en torno a la ley de medios, a partir de la ruptura que generó el conflicto agro-sojero en la alianza del gobierno con los grandes grupos de la comunicación. Allí apareció el respaldo oficial a un proyecto de democratizador de los medios, que habían propiciado en soledad varias organizaciones sociales.
Como la ley aprobada afecta principalmente al grupo Clarín (recorte de licencias, exigencia de desinversión, control estatal del papel prensa), la poderosa corporación resiste con furiosas campañas y obstrucciones en la justicia. Ha logrado bloquear desde hace tres años la implementación de la nueva norma.
Pero el principal efecto de esta confrontación es el conocimiento logrado por la población de la manipulación informativa. Este aprendizaje es decisivo en una época signada por el dominio televisivo de la actividad política. Se ha podido notar que los principales comunicadores no actúan con independencia, profesionalidad u objetividad. Aprovechan su condición de personajes conocidos (más que los diputados) e influyentes (más que los ministros), para construir realidades virtuales divorciadas de los acontecimientos reales. Se ha tornado más visible como moldean un sentido común distorsionado, fijando la agenda pública al servicio de sus empleadores privados.
El kirchnerismo sólo buscó contrapesar el pasaje de Clarín a la oposición con la multiplicación de voces oficialistas. Por eso reparte la publicidad oficial entre seis grupos privados afines que forjan sus futuros emporios. Para facilitar este objetivo el gobierno también obstaculiza la aplicación de la ley. Congeló el otorgamiento de licencias de los medios comunitarios y paralizó el plan técnico requerido para ampliar la variedad de fuentes informativas. Pero su disputa con los grandes medios ha creado un escenario que objetivamente favorece la democratización del derecho básico a la información.
Otro terreno semejante de confrontación y consiguiente esclarecimiento popular se avecina en torno a la justicia. Durante mucho tiempo el oficialismo utilizó la protección de los tribunales (causas Oyarbide, manejo de Ciccone, enriquecimientos de altos funcionarios). Pero con el escandaloso favoritismo de la Cámara Civil y Comercial hacia Clarín, el amparo al predio robado por la Sociedad Rural en Palermo y el encubrimiento del negocio de la trata (crimen de Marita Verón) se ha desatado un fuerte conflicto, que abre caminos para una democratización del poder judicial.

ENTRE PAROS Y CACEROLAZOS

El marco económico que facilitó el surgimiento del kirchnerismo ya no es tan favorable. El estancamiento del PBI, el freno en la creación de empleo y la aceleración de la inflación ilustran más los límites del modelo que las adversidades internacionales. En el 2013 habrá una recuperación, pero sin la intensidad del rebote que sucedió al bajón del 2009. Es improbable el retorno al intenso crecimiento que hubo en el período de superávit fiscal, alto tipo de cambio y estabilidad de precios.
El intervencionismo neo-desarrollista persiste, pero con iniciativas poco efectivas y muy tardías. La expropiación parcial de YPF se concretó con la depredación del subsuelo ya consumada y la pesificación de la economía comenzó con los dólares ya fugados. El gobierno mantiene la prioridad de impulsar el consumo, pero sin revertir la parálisis de la inversión. Multiplica, además, el gasto público sin introducir la reforma impositiva requerida para solventar esas erogaciones.
Estas contradicciones explican la reaparición de tendencias al ajuste, que el oficialismo presenta como simples correctivos de sintonía fina. Las jubilaciones continúan postergadas y resurge el propósito de fijar estrictos techos a los aumentos salariales. Perón transitó por un camino semejante en 1955 (Congreso de la Productividad) y en 1973 (Pacto Social).
Es evidente que cualquier medida en esa dirección acentuaría la enorme desigualdad social que afloró en los connatos de saqueo de Navidad. Estas tensiones nunca se aproximaron a la explosión de hambruna de 1989 o el 2001 y esta vez fueron nítidamente incentivadas por los punteros de la oposición justicialista. Pero con simples denuncias de conspiración, el gobierno cierra los ojos ante la realidad de los marginados que sufren el hacinamiento, la precarización del empleo y el tormento del transporte, mientras receptan una obscena publicidad que convoca al hiperconsumo.
El oficialismo sabe que su capacidad para lidiar con las tensiones en aumento depende de la autoridad presidencial. Por eso buscó durante el 2012 afianzar esa preeminencia con numerosas campañas. Reactivó especialmente la demanda por Malvinas con mayor sostén latinoamericano, retomando un problema de interés nacional. Pero difunde verdades a medias. Su acertada denuncia del colonialismo no se extendió a los florecientes negocios mineros y petroleros de las compañías inglesas, que operan dentro del territorio argentino.
CFK utiliza el enorme activo electoral que obtuvo al demoler a sus adversarios de la oposición derechista. Consiguió una diferencia de votos que supera los récords de Perón. El kirchnerismo logró el reconocimiento simultáneo de varios sectores sociales. Aprobación de los industriales por los subsidios, de las clases medias por el consumo, de los obreros por la recuperación de los salarios, de los ruralistas por la reconciliación con agro-sojeros y del progresismo por los derechos democráticos. También recepta la sensación colectiva de desahogo, que sucedió al fin de la pesadilla vivida durante el colapso de la convertibilidad.
Pero este sólido respaldo no estabilizó al kirchnerismo, que enfrentó en el año pasado numerosos momentos de debilidad y desorientación. Contrapesó ese deterioro con la masiva conmemoración del 9 D y el acto de retorno de la Fragata, mientras continúa construyendo su base de sustentación. Ese cimiento se nutre de funcionarios (La Campora), movimientos sociales (Evita, Tupac Amaru), núcleos intelectuales (Carta Abierta), estructuras de comunicación (6- 7- 8), agrupaciones sectoriales (Gelbard-empresarios) y aliados políticos (Nuevo Encuentro).
En las elecciones del 2013 el gobierno testeará las posibilidades de intentar la re-reelección o en su defecto designar un sucesor, reproduciendo los mecanismos utilizados por Lula con Dilma. Las internas primarias y obligatorias le sirvieron en el 2011 para retomar el control de los aparatos y las candidaturas. Ahora probará qué grado de independencia consiguió del Justicialismo o con qué nivel de resignación debe aceptar la futura jefatura de Scioli.
Pero en los últimos meses se ha verificado también el resurgimiento de la derecha, que logró reunir el 8 N una multitud comparable a las marchas de Blumberg y los agro-sojeros. Reaparecieron las demandas conservadoras con cuestionamientos al control de cambios y a la restricción de las importaciones, junto a exigencias de corte del gasto social y críticas a la relación oficial con Fidel y Chávez.
Con la humilde petición de “ser escuchados” los manifestantes exhibieron un programa neoliberal, que los ubica en las antípodas de la actitud adoptada por la clase media en el 2001. Ya no golpean las puertas de los bancos, ni se solidarizan con los desamparados. Los caceroleros tienen dificultades de representación política, pero demuestran gran capacidad para impulsar la agenda derechista.
Afortunadamente irrumpió un contrapeso a esos planteos con el paro del 20 N. La primera huelga general bajo el kirchnerismo contó con el apoyo espontáneo de los trabajadores. El gobierno atribuyó el éxito de la medida a la disuasión creada por los piquetes, pero no explicó por qué razón esos cortes lograron tanta efectividad. El secreto simplemente radicó en la escasa concurrencia laboral que generó la voluntad de protestar. El malhumor social contra el impuesto al salario se verificó también en la alta incidencia lograda por el paro en los gremios que boicotearon la medida.
La clase trabajadora volvió a recuperar protagonismo y comienzan a insinuarse parecidos con la época de Ubaldini frente a Alfonsín o la UOM frente a Isabel. El gobierno ha quedado afectado por su propia estrategia de atomizar las centrales gremiales. Al debilitar la autoridad de los burócratas, facilita el renacimiento del sindicalismo combativo que actúa en las bases.
Pero este nuevo polo de resistencia social puede frustrarse si continúa el vaciamiento que generan Moyano y Michelli al sumar caceroleros, ruralistas y hombres de la partidocracia a las movilizaciones de protesta. La escasa concurrencia que tuvo el acto del 19 D ilustra cómo ese cambalache destruye la credibilidad de los reclamos populares.

VIEJAS Y NUEVAS DECEPCIONES

Los intelectuales kirchneristas provenientes del peronismo tradicional consideran que los logros del gobierno superan todo lo conocido, luego de “rescatar al país de una crisis terminal”. Divorcian este resultado del contexto internacional favorable, de la cirugía que introdujo el colapso económico y de las conquistas que impuso la rebelión del 2001. Simplemente atribuyen al peronismo un don natural para reconstruir a la Argentina de sus periódicos descalabros .
Con esa generalización evitan definir qué tipo de peronismo prevalece en la actualidad. Esa identidad incluye a Evita e Isabel, a John William Cooke y López Rega o a Cámpora y Menem. Suelen presentar estas diferencias como simples matices de un movimiento que imaginan equivalente a la condición nacional. Ocultan las experiencias justicialistas de terrorismo estatal (1974-75) y neoliberalismo (década del 90) y resaltan la ingobernabilidad imperante en los mandatos de la UCR.
La preeminencia del peronismo genera creencias de inexorabilidad semejantes a las vigentes en otros países de prolongada gestión unipartidaria (Suecia entre 1937 y 1976, Japón desde 1945 hasta los 90, México durante siete décadas). Lo único cierto es que el peronismo acumula una experiencia de simbiosis con el estado, que facilita su reciclaje.
Pero las expectativas de eternización omiten la profunda mutación registrada en la relación de ese movimiento con los trabajadores. La devoción de los años 50 y el entusiasmo de los 70 se diluyeron con las frustraciones creadas por Isabel y Menem. El kirchnerismo intuye esta fractura y busca desembarazarse de esas impresentables herencias.
Por el contrario las cúpulas del PJ y la CGT consideran oportuno retomar las fuentes e impugnan la “traición del gobierno a la doctrina peronista”. Pero en el mejor de los casos, esa invocación suscita indiferencia. Para el grueso de la población rememora la corrupción de Barrionuevo, las barras bravas del Momo Venegas, los remedios truchos de Zanola y la buena vida del criminal Pedraza.
La mayoría de los intelectuales kirchneristas comparten el distanciamiento oficial de la estructura justicialista y reivindican el nuevo sustento progresista del oficialismo. Ponderan ante todo la reconstrucción del estado con políticas que limitan los excesos del mercado .
Pero ocultan quiénes han sido los principales beneficiarios de ese intervencionismo. Basta revisar los niveles de rentabilidad que tuvieron las grandes empresas en la última década para conocer a esos ganadores. La propia presidenta reconoció, por ejemplo, que las utilidades remitidas al exterior han superado en el último decenio los promedios del período precedente.
Para algunos teóricos, el carácter populista de la gestión actual constituye uno de sus grandes méritos. Rechazan la connotación peyorativa de ese término y lo identifican con el sostén de un liderazgo, que canaliza demandas mayoritarias por vías informales .
Pero con esta rehabilitación se justifica también el control ejercido desde arriba, para contener la radicalización de los oprimidos. Fue exactamente lo que hizo Kirchner al principio de su mandato con el manejo de los planes sociales.
Las caracterizaciones elogiosas del populismo incluyen numerosas indefiniciones, para presentarlo como modalidad política abierta a cualquier desemboque. Con ese pragmático criterio se ajusta la evaluación del gobierno a lo requerido por cada coyuntura, soslayando contradicciones y capitulaciones.
Las nuevas teorías ya no ponderan genéricamente el protagonismo del pueblo. Resaltan más bien la capacidad del populismo para articular las demandas de actores sociales diferenciados. Pero la naturaleza clasista de esos conglomerados continúa omitida. Ricos y pobres, acaudalados y marginados, explotadores y explotados son colocados en un mismo campo de intereses convergentes. Cristina es vista - al igual que Perón en el pasado- como la síntesis de ese empalme poli-clasista. Pero olvidan que si esa comunión permitiera disolver los antagonismos sociales, CFK gobernaría sin los arbitrajes que erosionan su gestión.
El progresismo K también supone que las contradicciones del proyecto en curso serán manejables, si el gobierno refuerza su transversalidad pos-peronista . Pero esta evolución socialdemócrata también extingue los resabios contestatarios de la tradición nacionalista y empuja al kirchnerismo hacia la órbita de partidos convencionales que el progresismo cuestiona. Muchos militantes esperan evitar ese resultado “profundizando el modelo”, con medidas igualitarias de redistribución del ingreso .
Pero olvidan que esa inequidad es intrínsecamente recreada por la acumulación capitalista y que el kirchnerismo se amolda a esa exigencia, adoptando medidas pro-empresariales a costa de los ingresos populares. La ley de ART diseñada por la UIA, la reapertura del canje exigida por los fondos buitres, el congelamiento de jubilaciones demandado por los acreedores o la devastación del subsuelo impuesto por las compañías mineras son las evidencias más recientes de ese curso.
Estas medidas son frecuentemente presentadas como el precio a pagar en la “batalla contra las corporaciones”. Pero se acepta delegar en el gobierno la potestad para establecer quién es el enemigo o el aliado de cada momento. Clarín, Techint y Cirigliano son los adversarios de esta coyuntura, mientras otros grupos se enriquecen a todo vapor.
El progresismo K sigue la hoja de ruta que diseña el Ejecutivo. Por esta razón es crítico de ciertas corporaciones y benevolente con otras, mientras la desigualdad se perpetúa al compás de la reproducción capitalista.

¿SOLO DOS CAMPOS?

Los sectores más progresistas del kirchnerismo justifican la reconstrucción del viejo estado, señalando que “era lo máximo factible en ese momento”. Consideran que el gobierno “se ubica a la izquierda de la sociedad” y estiman que dentro de esa administración se libra una disputa entre proyectos radicalizados y conservadores. Propugnan inclinar la balanza hacia el primer curso, resaltando que el oficialismo tiende a optar por esa dirección, en los momentos de conflicto con la derecha .
Los defensores de este enfoque destacan acertadamente que el poder no se reduce al gobierno y que existe un contexto favorable para la obtención de conquistas. Pero olvidan que esos logros no pueden consolidarse si son concedidos desde arriba, sofocando las resistencias que emergen en forma independiente. El progresismo K carece de esa autonomía y promueve la subordinación a las directivas de CFK.
Por eso votaron la ley anti-terrorista, aceptan la mega-minería, avalaron el negocio de los concesionarios ferroviarios, se opusieron al paro del 20 de noviembre, cuestionan la lucha contra el impuesto a los salarios, ocultan la postergación de los jubilados y silencian el atropello de la nueva ley de ART. Su proclamada intención de radicalizar el gobierno no incluye ninguna batalla en los terrenos que exigiría ese avance.
Lo mismo ocurre con las alianzas que exige el Ejecutivo. Cierran los ojos ante los acuerdos con los gobernadores derechistas, incluso frente a los personajes que sintetizan lo peor del menemismo (como Carlos Soria). Actualmente afrontan la dura perspectiva de aceptar la regresiva candidatura de Scioli.
Habitualmente justifican esas capitulaciones con el argumento del “mal menor”, olvidando que las pequeñas resignaciones conducen a convalidar las desgracias mayores. Suelen afirmar “hay dos bandos y corresponde tomar partido”, como si todo el escenario nacional se redujera a los conflictos entre el oficialismo y la derecha no gubernamental. Esta simplificación oculta las coincidencias de ambos sectores en muchas áreas y olvida que la restrictiva división en dos campos sólo prevalece en las coyunturas de agudo enfrentamiento. Lo habitual es la existencia de muchas opciones.
También resaltan la necesidad de “avanzar desde adentro” con “críticas constructivas” y alertan contra la utilización reaccionaria de las objeciones al gobierno. Pero lo que favorece a la derecha no son las críticas, sino la perpetuación del capitalismo. El progresismo K soslaya este tema, porque confía en la elasticidad de este sistema para absorber mejoras sociales, bajo el timón de un gobierno reformista.
Algunos autores consideran que el kirchnerismo está recreando los viejos intentos de síntesis entre el peronismo y la izquierda . Esta convergencia quedó abruptamente bloqueada en el pasado por los reflejos conservadores del justicialismo, ante situaciones de radicalización popular o coyunturas económicas críticas. No hay ningún indicio en la trayectoria de Cristina dentro del PJ o en Santa Cruz que sugiera modificaciones en ese patrón de comportamiento.
La convergencia actualmente imaginada con la izquierda dista mucho de los intentos anteriores. En los años 60 o 70 muchos sectores del peronismo adoptaban conductas revolucionarias e incorporaban aspectos del marxismo a sus doctrinas. Por el contrario, los vestigios actuales de Cooke, la JP o Montoneros que sobrevuelan la superficie kirchnerista son puramente conmemorativos.
Es cierto que existe un ponderable rescate cultural de los valores e ideales de esa época y una reapropiación del lenguaje contestatario del peronismo, que irrumpió en la resistencia como un “hecho maldito del país burgués”. Esta tradición se observa, por ejemplo, en la orgullosa reivindicación de pertenecer a una “mierda oficialista”. Pero en lo sustancial existe un abismo entre la expectativa anti-capitalista que tenía el peronismo de izquierda y la resignación pro-capitalista que domina en el kirchnerismo.
Ninguna modalidad de socialismo tiene cabida en este espacio. A diferencia de Chávez o Evo, CFK rechaza explícitamente la vieja aspiración de una Patria Socialista y la nueva apuesta por el socialismo del siglo XXI. Este posicionamiento ideológico indica límites infranqueables, que el progresismo K prefiere ignorar.

EL ENOJO ELITISTA DE LA DERECHA

La derecha acompañó la reconstrucción kirchnerista del estado, pero posteriormente se embarcó en una confrontación frontal con el gobierno. Esta oposición no se limita a la esfera retórica o cultural. Cuestiona el modelo neo-desarrollista a favor de un esquema neoliberal proclive al endeudamiento externo, la apertura comercial y el recorte del gasto social .
Los conservadores utilizan descaradamente los medios de comunicación para difundir engaños que superan todo lo imaginable. En su campaña por impedir la aplicación de la ley de comunicación audiovisual restauraron un tono de revanchismo ideológico gorila que parecía perimido. Presentan las normas de desinversión anti-monopólicas como atropellos a la libertad de prensa y celebran la complicidad de los jueces con las grandes empresas, como actos de independencia republicana. Con la misma impudicia defienden los privilegios de los altos magistrados.
También esgrimen el fantasma de la “chavización” del gobierno, como una desgracia de consecuencias irreversibles. Retoman el lenguaje infantil de la guerra fría para advertir contra el contagio bolivariano y por eso vivieron el último triunfo electoral de Chávez como una derrota en casa .
Los derechistas omiten que Argentina ya vivió el escenario venezolano hace sesenta años. También silencian la total lejanía de Cristina hacia los ideales socialistas del chavismo. Sus campañas apuntan a generar un giro de la política exterior. Rechazan el anti-golpismo regional del oficialismo (en los casos de Paraguay y Honduras), el sostén latinoamericano de la demanda por Malvinas y la negociación directa con Irán por el atentado en la AMIA.
Entre el 2009 y el 2011 los conservadores fantasearon con el declive del ciclo K. La reciente irrupción de los caceroleros reavivó esta expectativa, creando el mundo invertido de aristócratas que ponderan la movilización callejera. Los adalides de la pasividad política y la representación indirecta han descubierto el valor de llenar una plaza, cuando las demandas son regresivas.
Los fanáticos voceros de la mano dura ahora solicitan “diálogo” y objetan las confrontaciones que “dividen a la sociedad”. Pero ni siquiera consideran la posibilidad de atenuar estas fracturas reduciendo la brecha entre ricos y pobres. Se lamentan de la polarización que ellos mismos alientan, al incentivar políticas de creciente desigualdad social.
Algunos exponentes extremos de la derecha identifican al gobierno con el fascismo (Carrió, Aguinis) y acusan al oficialismo de propiciar saqueos con sus prácticas de violación de la propiedad privada (Pagni, Morales Solá). Como estos delirios tienen escasa receptividad, los conservadores apuestan a extender la despolitización que encarna Macri. Con ideologías de consumo, estéticas de festejo y figuras de la farándula, el PRO ha logrado cuatro victorias electorales consecutivas en la Capital Federal.
Los derechistas también retoman el libreto tradicional del liberalismo para denigrar al populismo. Alertan contra los líderes carismáticos que hipnotizan al pueblo, violan el orden, prolongan mandatos, aplastan las minorías y desconocen los valores del Centenario .
Son las mismas quejas que la elite dominante exhibió frente a cada desafío a su poder. Suponen que el rumbo del país debe ser invariablemente dictado por los editoriales de La Nación, las pastorales de la Iglesia, los estilos de la Recoleta y las ferias de la Sociedad Rural. Ejercieron esa supremacía desde el siglo XIX con sus socios militares, se reciclaron con los conservadores de la UCR y recobraron influencia con Menem. Ahora reclutan figuras para restaurar esa primacía.

HIPOCRESÍAS REPUBLICANAS.

Los políticos de la UCR quedaron traumatizados por el colapso del 2001 y no asomaron la cabeza durante el debut del kirchnerismo. Volvieron en los últimos años con críticas al populismo muy semejantes al recitado derechista. Despotrican contra “las restricciones a la libertad de prensa”, como si el país estuviera acosado por una persecución totalitaria, o sometido a la oleada de asesinatos de periodistas, que se registra en México u Honduras. Acompañan desde Parlamento todas las campañas que promueve Clarín y apoyan a los caceroleros.
Algunos intelectuales objetan especialmente la renovada reivindicación de las Malvinas. Propician la conveniencia de negociar con los Kelpers reconociendo su derecho a la auto-determinación . Repiten exactamente el planteo que esgrime Gran Bretaña para justificar su ocupación colonial. El menemismo ya intentó transitar ese camino de renuncia a la soberanía, buscando compartir la explotación de los recursos isleños.
Los cuestionamientos al gobierno se desarrollan ensalzando el ideal republicano, la división de poderes y la independencia de la justicia. Estas banderas son flameadas por escritores provenientes del radicalismo (Gregorich), del Club Socialista (Sarlo, Romero), de las Ciencias Políticas Convencionales (Palermo, Novaro) y del periodismo liberal (Eliashev). A veces logran sumar también a demócratas de izquierda (como Gargarella).
Pero no es fácil impugnar al oficialismo rescatando trayectorias anti-peronistas. La historia de la UCR es un almacén de complicidades con los oligarcas y dictadores que gobernaron mediante la represión y la proscripción. Basta recordar los crímenes de la Patagonia, la presidencia de Alvear o las matanzas de la Libertadora. La idolatría del constitucionalismo también propicia la amnesia con el desastre ocurrido hace pocos años con De la Rúa.
Hay mucha hipocresía en las objeciones al corporativismo, al clientelismo y a los punteros, que se formulan desde la tradición radical . Todos los presidentes, gobernadores e intendentes de esa vertiente amoldaron sus formalismos republicanos a las restricciones impuestas por el poder militar, empresario o mediático de turno. También es falso responsabilizar exclusivamente a la doctrina peronista de la comunidad organizada por las experiencias reaccionarias vividas por el país . Las teorías liberales tuvieron mayor gravitación en esas pesadillas.
Estos encubrimientos se exponen idealizando la figura de Alfonsín, como si el Punto Final, la Obediencia Debida, el sometimiento al FMI y los ajustes para pagar la deuda fueran acciones de otro presidente. Los críticos del relato oficial construyen una epopeya menos creíble de lo ocurrido durante los años 80.
Los cultores de la república comparten con la derecha la aversión a cualquier forma de participación popular activa. Conciben el funcionamiento de las instituciones republicanas como un antídoto de la democracia efectiva. Por eso realzan el manejo minoritario y cerrado del poder en la justicia o el Banco Central.
Últimamente también recelan del propio sufragio, sugiriendo que el condicionamiento estatal quita legitimidad a los comicios bajo los regímenes populistas . Pero los condicionamientos que denuncian siempre se limitan a las acciones del estado. Nunca incluyen influencias más significativas, como el financiamiento privado de los partidos por parte de grandes empresas. Estas firmas siempre distribuyeron su chequera entre el PJ y la UCR.
Las afinidades de los ex alfonsinistas con la derecha se consolidaron en la última década. La desintegración del Club Socialista, el declive del FREPASO y el estallido de la Alianza indujo al abandono de los proyectos de modernización socialdemócrata y al reencuentro con todos los mitos del elitismo liberal .
En ese ambiente predomina actualmente un clima de fastidio y desmoralización ante la continuidad del ciclo K. Este período se ha extendido con escasas probabilidades de retorno a la vieja alternancia bipartidista. Por eso despotrican amargamente contra una idiosincrasia nacional teñida de autoritarismo y contaminada de populismo .
Para superar esos atavismos los amantes de la República han montado una campaña contra la re-reelección, junto a sus aliados del reconstituido Grupo A. Defienden con fervor la Constitución actual, como si no hubiera brotado del espurio pacto de la UCR con el PJ que habilitó la reelección de Menem.
Ese contubernio se ubicó en las antípodas de los cambios constituyentes progresistas implementados en América Latina en la última década. Al país no le vendría mal sumarse a esta oleada, introduciendo modificaciones que renacionalicen la propiedad del subsuelo, amplíen los derechos sociales e introduzcan normas de democracia semidirecta y protección al medio ambiente.
Como se demostró además en el caso de Chávez, una sucesión de mandatos puede cumplir un papel muy progresivo para lucha social y antiimperialista. Pero los liberal-republicanos no sólo repudian ese antecedente. Presentan al presidente que más reafirmó su legitimidad en incontables comicios, como un prototipo de déspota autoritario.
Las reelecciones presidenciales deben juzgarse como problemas políticos concretos y no como dilemas de formalismo constitucional. Sólo desde esta óptica es válida la crítica a un nuevo mandato de CFK que no favorecería el desarrollo de un proceso progresista.

INSTITUCIONALIDAD CONSERVADORA

La centroizquierda anti-K conforma un heterogéneo conglomerado que tomó partido por los agro-sojeros en el 2008, presentando ese paro patronal como una resistencia de “pequeños productores”. Omitió que el grueso de esa franja no ha sido despojada -como los campesinos del MOCASE- por el avance de soja. Al contrario, son mayoritariamente segmentos capitalistas que han prosperado con ese cultivo y defienden sus privilegios impositivos junto a la Sociedad Rural, demandando la reducción de las retenciones.
La centroizquierda opositora absorbió posteriormente a sectores que se distanciaron del oficialismo, imaginando que los giros regresivos del gobierno comenzaron con su alejamiento de esa gestión. De esta variedad de procesos surgió un bloque político (Stolbizer, Milman, De Genaro, Donda, Tumini), que tiene eco intelectual en el grupo Plataforma .
Todos los exponentes de este alineamiento pregonan alguna versión del republicanismo en boga. Ensalzan la institucionalidad denunciando el autoritarismo presidencial y tienden a vislumbrar al gobierno como una formación derechista, continuadora del neoliberalismo. Contraponen esta administración con el genuino progresismo que vislumbran en el PT de Brasil o el Frente Amplio de Uruguay.
Consideran que el gobierno es el enemigo principal a enfrentar con los aliados de la UCR y la Coalición Cívica. Por eso desarrollaron una campaña común contra la re-reelección. También brindaron su espaldarazo al cacerolazo, que reivindicaron como “parte de nuestra lucha” por su integración con “gente tan valiosa como otras gentes” . Ignoraron los propósitos derechistas de esa manifestación, como si repudiar el control de cambios fuera equivalente a objetar los impuestos al salario. Trazaron incluso analogías entre las cacerolas del 2001 y del 2012, cuando la actitud solidaria que exhibía ese sector hace diez años con los desocupados, no se extiende en la actualidad hacia el grueso de los empobrecidos.
La misma ceguera anti-oficialista se verificó en el apoyo al planteo salarial de la gendarmería. Al ponderar la “legitimidad” de esa demanda olvidaron la diferencia existente entre los reclamos de los represores y los trabajadores. El primer grupo defiende a palos el orden capitalista contra las protestas sociales y cuando se insubordinan crean situaciones potencialmente destituyentes (como se verificó en Bolivia o Ecuador).
El derecho a la sindicalización de estos sectores sólo sería positivo en situaciones de excepcional convergencia práctica con luchas populares. Este empalme requeriría, además, explícitas negativas a continuar la labor represiva. Ninguna de estas condiciones estuvo presente en el ultimátum de los gendarmes.
La estrategia centroizquierdista de confluir con la CC y la UCR preanuncia una reproducción de la fallida Alianza que sucedió al menemismo. Alientan una candidatura presidencial, que se ubica en casi todos los terrenos a la derecha del gobierno. Binner propone garantizar la estabilidad de las inversiones, propugna acordar con los Fondos Buitres y acompaña las peticiones de reconciliación de la Iglesia. Tampoco es casual su participación en las reuniones socialdemócratas internacionales que respaldaron el brutal ajuste de Grecia .
Binner recuerda a De la Rúa no sólo por el tono aburrido y conservador de sus discursos. Ha demostrado su impotencia en el reciente escándalo de narco-tráfico policial en Santa Fe. El blanqueo de su gestión mediante contrapuntos con el modelo nacional es un artificio insostenible. Una provincia favorecida por los ingresos de la soja reproduce niveles de desigualdad social superiores al promedio.
La centro-izquierda anti-K desenvuelve también campañas positivas contra la mega-minería y la criminalización de la protesta. Pero estas acciones se promueven difundiendo verdades a medias. Las críticas habituales a la extranjerización, al pago de la deuda o la depredación del subsuelo omiten que los mismos cuestionamientos valen para el proyecto de Binner .
El trasfondo de estos equívocos es la falsa presentación del gobierno de Brasil y Uruguay, como modelos de superación progresista del Cristinismo. Es la misma idealización que previamente expusieron los partidarios de imitar la Concertación de Chile .
No es casual que las administraciones de Lula-Rousseff y Vásquez-Mujica sean tan elogiadas por el establishment. Se comportan como buenos alumnos del capital financiero y se han negado a implementar medidas democratizadoras. Por eso los neoliberales convocan al re-endeudamiento ejemplificando el curso seguido por esos gobiernos. En cualquier terreno de conquistas sociales o democráticas de la última década, Argentina se ubica muy por delante de sus vecinos.
En esos países se estabilizaron presidentes que defraudaron a la militancia, creando un clima de frustración, desmovilización y despolitización que no existe en nuestro país. Esta diferencia -registrada por todos los visitantes extranjeros de izquierda- es ignorada por el progresismo local.
Para eludir este reconocimiento se ha vuelto muy común objetar cualquier tipo de comparaciones regionales, resaltando las particularidades de cada país o gobierno. Pero estas especificidades nunca invalidaron los contrastes, especialmente cuando se utilizan las viejas nociones de izquierda, centro y derecha para ordenar el análisis. Estas categorías son indispensables para clarificar ubicaciones básicas. Los pragmáticos que declaran la obsolescencia de esos fundamentos -con apelaciones al “fin de las ideologías”- no han podido aportar ningún criterio sustituto.
Una formación más crítica de la centroizquierda anti-K como Proyecto Sur se distanció durante buena parte del 2012 de la ceguera de ese espacio y de su convergencia con sectores regresivos. Las acertadas posturas frente a YPF, la ley de Medios o el caso Ciccone indicaron, además, una estrategia de puentes hacia sectores críticos dentro del oficialismo, que podrían resistir la candidatura de Scioli. Pero estas inteligentes posturas se están diluyendo en una agenda de empalme con Binner, que conduciría a repetir conocidas decepciones.

LUCHADORES SIN BRÚJULA

La izquierda partidaria mantiene la implantación que recuperó a partir del 2001 en los movimientos sociales, las universidades y los sindicatos. La tónica política de este sector tiene gran proximidad con el trotskismo tradicional de las corrientes agrupadas en el FIT (PO, PTS, IS), en Proyecto Sur (MST) o en espacios propios (MAS). El viejo maoísmo (PCR) no exhibe una fisonomía diferenciada de la centroizquierda opositora y las dos vertientes comunistas (PC-CE y PC) se sumaron al kirchnerismo.
Las visiones trotskistas denuncian el carácter capitalista del gobierno. Pero como todas las administraciones nacionales precedentes y del grueso del planeta comparten ese perfil, esa constatación no esclarece las singularidades del kirchnerismo. Los conceptos de izquierda, centro y derecha o las comparaciones con Piñera, Rouseff y Chávez no son tampoco utilizados para esa clarificación. Se las considera nociones prescindibles o encubridoras de la opresión burguesa que caracteriza a todos los gobiernos.
Por el contrario el término bonapartismo ha sido muy rescatado, para retratar cómo Cristina intenta colocarse por encima de las clases, manejando arbitrajes desde la cúspide del estado . En cierta medida esa mirada se asemeja a la caracterización de un régimen populista. Pero el primer concepto resalta más el estilo de gestión centrado en el protagonismo del líder y el segundo la gravitación de elementos para-institucionales, dentro de un sistema constitucional.
El bonapartismo era un concepto muy utilizado en el pasado para describir cierto manejo militar del estado, en situaciones de continuada catástrofe económica, empate social o disgregación política. Estos contextos –que desbordaban el marco clásico de gestión de la democracia burguesa- están ausentes de la actualidad argentina, luego de la marginación del ejército de la vida política. Una noción que permitía entender los contextos extra-parlamentarios perdió gravitación en el escenario constitucional.
Pero el principal problema radica en el sentido asignado al bonapartismo kirchnerista. Para la derecha implica caudillismo, manipulación asistencial de los votantes y otorgamiento de dádivas a las multitudes incultas . ¿Para la izquierda partidaria tiene otro significado?
Tradicionalmente se establecía una categórica distinción entre variantes progresistas y regresivas del arbitraje bonapartista. Los líderes que introducían reformas sociales en choque en el imperialismo (Perón, Cárdenas, Vargas) eran ubicados en el polo opuesto de los dictadores que emulaban a Luis Bonaparte. ¿En cuál de los campos se ubicaría al kirchnerismo?
Al hablar de bonapartismo a secas, los utilizadores del concepto no aclaran si esa modalidad es actualmente utilizada para promover políticas nacionalistas, reformistas, contrarrevolucionarias o conservadoras. Esta indefinición le quita utilidad al término.
Frecuentemente se sugiere que el bonapartismo de Cristina es decadente y se desenvuelve como una caricatura de Perón. Esta visión supone el inminente agotamiento del ciclo K, ante la “situación terminal” de un gobierno acosado por los efectos de la crisis mundial .
Pero ese diagnóstico ha sido tantas veces repetido como desmentido en la última década. Su reiteración tiene poca credibilidad en el clima de presagios apocalípticos que difunde Carrió. Lo más desubicado es presentar al kirchnerismo como un “gobierno del ajuste” semejante a Menem o De la Rúa, cuando el dato dominante de la última década ha sido la recuperación limitada de conquistas perdidas.
La incapacidad para distinguir situaciones impide comprender los datos básicos de la realidad y en el mejor de los casos induce a caracterizaciones elusivas. No se reconocen los logros obtenidos y tampoco se los niega. Simplemente se navega en la ambivalencia de interminables denuncias.
El desconocimiento del carácter centroizquierdista del kirchernismo condujo en algunos casos (MST) a marchar junto a la Sociedad Rural y los caceroleros. Pero el grueso de la izquierda partidaria optó por la neutralidad en los conflictos que enfrentaron al gobierno con la derecha. Interpretó los choques por la 125 o la ley de medios como pugnas inter-burguesas, como si el aumento de las retenciones o la desinversión de Clarín fueran acontecimientos ajenos al interés popular. Al ubicar al kirchnerismo en el mismo campo que la reacción desecharon estrategias para superar al oficialismo por la izquierda.
Esta equivocación pareció amainar frente a la estatización de las AFJP que la izquierda aprobó en forma crítica. Cuando reapareció una situación semejante con la expropiación de YPF volvió a predominar el criterio de neutralidad. Para objetar la progresividad de esta medida, las interpretaciones más extremas construyeron un mundo al revés: denunciaron reprivatizaciones donde hubo nacionalizaciones y vaciamientos donde se registró una recuperación .
Es la miopía que no tuvo Trotsky en México ante un proceso semejante bajo el gobierno de Cárdenas. Lo ocurrido es muy revelador de la actitud que asumirían en el Parlamento los eventuales diputados del FIT.
Esta misma conducta tiene consecuencias más negativas en temas de mayor exposición como la ley de medios. Algunos dirigentes (del PO) formalmente se oponen por igual a Clarín y al gobierno, postulando el tipo de prensa que surgiría en una sociedad pos-capitalista. Pero en los hechos celebraron con Gelburg y defendieron las provocaciones de Lanata en Venezuela, con la misma muletilla (“violación a la libertad de prensa”) que utiliza todo el espectro pro-imperialista.
¿Suponen que su batalla por un gobierno de trabajadores no incluiría una oposición frontal a las campañas de la SIP, la CIA o los emporios mediáticos? Resulta difícil conocer su opinión real sobre el tema, puesto que desenvuelven un doble parámetro de posturas amigables hacia el establishment televisivo junto a furibundas convocatorias a la dictadura del proletariado en la prensa militante .
El sectarismo tradicional de la izquierda partidaria persiste luego de la formación del FIT. Se afianzó un bloque cerrado, que no busca mejorar los ensayos de construcción ampliada de alianzas anteriores (como Izquierda Unida o el Frente del Pueblo).
Esta dificultad para salir del propio círculo es más visible frente a los acontecimientos internacionales. El apoyo a la insignificante candidatura de Chirino en la elección venezolana fue un papelón registrado por toda la militancia, que sigue atentamente el proceso bolivariano.
Otro ejemplo del mismo encierro ha sido el dogmático rechazo de la coalición griega SYRIZA, que tiene la posibilidad de introducir un giro radical en el escenario europeo. La vieja izquierda es combativa y gana adhesiones por su coraje. Pero es totalmente incapaz de traducir esa simpatía en una construcción real.

ESPERANZAS, POSIBILIDADES Y SORPRESAS

La izquierda independiente (o nueva izquierda) reúne agrupaciones surgidas al calor del 2001. Conforma un espacio de organizaciones (Santillán, Mella, Juventud Rebelde, Socialismo Libertario), intelectuales (Cultura Compañera), coordinadoras (COMPA) e iniciativas de unificación (La Marea). Estas convergencias constituyen la principal novedad del último período.
Las distintas formaciones comparten caracterizaciones compatibles con nuestra mirada del kirchnerismo. Cuestionan la reconstrucción del estado burgués que se consumó aislando piqueteros, debilitando asambleas y hostilizando luchas sociales independientes del oficialismo. La nueva izquierda no equipara al gobierno con sus adversarios derechistas. Retoma la diferenciación establecida por el pronunciamiento “otro camino para superar la crisis” durante el conflicto con los agro-sojeros .
Se han desarrollado posicionamientos convergentes de sostén crítico a la expropiación de YPF, de oposición al 8 N y acompañamiento del 20 N. El rechazo a los cacerolazos se expone con la misma contundencia que los cuestionamientos a la impronta conservadora de Binner. También se ha exigido la aplicación de la ley de Medios, especialmente contra el retaceo oficial de licencias a las experiencias comunicacionales alternativas .
La nueva izquierda emerge como reacción al sectarismo. Propone otro tipo de prácticas militantes y explicita su apoyo a la revolución cubana y el proceso bolivariano. Subraya, además, la continuada gravitación de las demandas nacionales y antiimperialistas, en la batalla por el socialismo del nuevo siglo.
Pero un gran problema de la izquierda independiente ha sido la persistente gravitación del anti-electoralismo autonomista. Esta influencia limitó la proyección del espacio y el trabajo político en gran escala. No se comprendió cuán importante es la participación actual en los ámbitos institucionales.
Las confrontaciones electorales han sido un campo central de disputa en todos los países sudamericanos. Eludir esta intervención equivale a auto-condenarse a la marginalidad. Este error tiende a quedar superado, pero resulta indispensable sintonizar con el acelerado ritmo de la vida política argentina.
Ninguna estrategia de la izquierda logró hasta ahora torcer el liderazgo del peronismo y de sus herederos sobre la clase trabajadora. Esta frustración comenzó con el suicidio político cometido por los socialistas y comunistas que apoyaron a la Unión Democrática contra el primer justicialismo. Durante la resistencia de los años 60 hubo convergencias que no maduraron y el clasismo no pudo lidiar posteriormente con las expectativas creadas por el retorno de Perón.
Esta vieja pulseada ha reaparecido con nuevas oportunidades para la izquierda, dado el carácter incierto del futuro kirchnerista. En Argentina predomina un contexto político intermedio. La demanda para “que se vayan todos” no se tradujo en el cambio de régimen consumado en Venezuela, Ecuador o Bolivia. Pero tampoco se restauró el viejo peronismo, siguiendo el molde del PRI mexicano.
Resulta imperioso avanzar en la caracterización del kirchnerismo. Ya no alcanzan las descripciones, las consignas o las definiciones escuetas. Las redes intelectuales que emergen a partir de cierta afinidad política (Carta Abierta, Plataforma, Argumentos) buscan comprender el significado del ciclo K. En la izquierda independiente ya existen también revistas, foros y promisorias producciones para explicar este proceso .
Argentina procesa una impactante mutación generacional en un marco de gran politización, democratización y conciencia latinoamericana. La juventud reingresa a la militancia, compartiendo experiencias, sensibilidades y anhelos. Hay un escenario muy distinto al período de ilusiones constitucionalistas (Alfonsín), desengaños (Menemismo) y angustias colectivas (Alianza). En el país de las sorpresas el 2013 augura nuevos virajes.