Las tensiones que socavan a la economía argentina derivan primer lugar de la creciente dependencia de un mono-cultivo (soja) que ha expandido su preeminencia. Esta producción se extiende a todas las tierras cultivables y avanza con deforestación y agro-tóxicos. Genera desalojo de campesinos, incrementa la concentración de la tierra y multiplica la reducción del número de explotaciones.
La preeminencia de este esquema agrícola es avalada tanto por el establishment, como por el oficialismo y la oposición derechista. En estos ámbitos sólo se discute si Argentina debe actualizar su inserción internacional como granero del mundo o como país-góndola del siglo XXI.
Un segundo terreno de novedosa vulnerabilidad se verifica con la expansión de la mega-minería. El viejo socavón para buscar metales en el subsuelo ha sido reemplazado por la dinamita a cielo abierto y el uso de cianuro, que contaminan el agua potable. Los redituables precios internacionales de los minerales incentivan la generalización de un sistema de explotación, que en nuestro país afecta la provisión del agua generado en los glaciares.
En muchas provincias la minería avanza a costa de actividades agrícolas tradicionales. Se generalizan las economías de enclave a puro beneficio de las compañías transnacionales. Estas empresas pagan pocos impuestos, no crean puestos de trabajo y realizan una adquisición insignificante de los insumos locales. A diferencia de otros países latinoamericanos, Argentina no necesita la minería para garantizar el equilibrio del sector externo. Implementa un modelo extractivista sin ninguna justificación creíble.
El tercer sector crítico es la energía. El país perdió el auto-abastecimiento petrolero, mientras las importaciones se multiplicaban y los subsidios al sector aumentaban en forma exponencial. La escasez estructural de combustible ha emergido como un gran obstáculo para toda la economía. Esta restricción es un resultado directo de la ausencia de exploraciones, puesto que REPSOL se dedicó a vaciar los pozos ya descubiertos. Giró sistemáticamente utilidades al exterior para invertir en otras regiones, utilizando la renta del subsuelo para abrir negocios en otras latitudes. Esta misma estrategia fue implementada por otras compañías del sector.
La principal consecuencia del esquema implementado en el terreno de la soja, la minería y el petróleo ha sido el estancamiento de la reindustrialización. El sector manufacturero creció más impulsado por los vaivenes cíclicos que por las políticas estatales y por esta razón las actividades fabriles continúan relegadas. Persiste la escasa diversificación de la industria y su elevado grado de concentración, en un marco de continuada extranjerización y fuerte transferencia de utilidades al exterior.
Los viejos problemas de una industria altamente dependiente, sectorialmente fracturada y comercialmente deficitaria han reaparecido. Las importaciones se expanden a un ritmo muy superior a las ventas externas en los momentos de auge, generando la carencia de divisas. Además, se afianza la decreciente integración de componentes nacionales, en un circuito productivo muy internacionalizado.
Más problemática ha sido la convalidación oficial de una lógica capitalista de pura rentabilidad, que avala la fabricación de autos (en lugar de trenes) o la construcción de torres en Puerto Madero (en desmedro de viviendas en los barrios populares). Por esta vía se ha privilegiado el consumo de altos ingreso, a costa de un modelo productivo.
La total destrucción del sistema ferroviario que puso de relieve la tragedia de Once constituye una expresión de ese ciego privilegio de la rentabilidad. El gobierno convalidó la desinversión que realizaron los concesionarios y su persistente incumplimiento de las normas de seguridad, para abaratar costos y aumentar los ingresos con el número de pasajeros transportados. Se aceptó incluso que los administradores utilizaran los subsidios del estado para solventar emporios de colectivos. En este caso se destruyeron los ferrocarriles que competían con los intereses de un grupo líder en el transporte automotor.
Al cabo de una década, este esquema económico ha frenado la recuperación del empleo productivo y ha dado lugar a numerosas obstrucciones de la recuperación industrial. Pero gobierno ha reafirmado una y otra vez la misma orientación. Propicia la reconciliación con el sector agro-sojeros luego del intenso conflicto del 2008-09, a través de un nuevo plan agro-alimentario. Este plan promueve aumentos generales de la producción pero no dice cuántos productores sobrevivirán, en un escenario dominado por grandes compañías y pools de siembra. También la mega-minería sigue su curso, con el amparo presidencial a los gobernadores y una sistemática denigración de los cuestionamientos ambientalistas.
En el área petrolera se produjo un viraje. El idilio con REPSOL fue sustituido por la expropiación parcial de YPF, ante la abrupta caída de la producción y la obligación de financiar insostenibles importaciones. Se adoptó una medida necesaria para garantizar el abastecimiento con mayor regulación de estado. Pero se optó por un esquema de sociedad anónima y mixta, muy distante de la compañía íntegramente estatal que se necesita para reconstruir la actividad energética. En el terreno ferroviario no se avizora hasta ahora ningún cambio significativo.
SALARIOS, DESIGUALDAD E INFLACIÓN
Muchos economistas estiman que el modelo creó puestos de trabajo y aumentó del salario real. Pero esta caracterización atribuye a la política económica, un resultado que obedece a múltiples procesos, como la recuperación cíclica de los ingresos y las conquistas de la movilización social.
Efectivamente el salario del sector formal aumentó al compás de la inflación. Pero los incrementos de la productividad y de los beneficios fueron muy superiores a las remuneraciones de los trabajadores. El ingreso promedio de los asalariados en blanco continúa situado muy por debajo del monto familiar básico actualmente requerido. Ha persistido, además, una gran fractura del mercado laboral entre los empleados inscriptos y precarizados. Es muy visible el afianzamiento de una masa de trabajadores pobres, frente a la figura de los desocupados pobres que prevalecía en la crisis del 2001.
Estas desventuras se compensan con un gasto social mayúsculo, que confirma el sustento asistencial requerido por el modelo. Esta necesidad contradice en gran medida la identificación del esquema vigente con la inclusión social. Hay aspectos significativos como la asignación por hijo, que otorgaron cobertura elemental a millones de desamparados. Pero esta asistencia no alcanza a todos los carenciados y su monto queda periódicamente erosionado por la inflación. Representa, además, un porcentaje muy semejante del PBI al vigente en todos los países latinoamericanos.
Es cierto que en el terreno de las jubilaciones hubo expansión de la cobertura, junto a un sistema de movilidad periódica de los haberes. Pero el mínimo se sitúa en la mitad de la canasta básica de un retirado y el promedio de ese ingreso apenas alcanza al 40% de la media prevaleciente entre los activos. El grueso de los jubilados podría cobrar el 82%, si se reimplantaran las contribuciones patronales.
Distintos estudios oficiales subrayan también la reducción de la desigualdad. Pero la evolución de este parámetro ha seguido una pauta cíclica, altamente determinada por el nivel de actividad y los vaivenes del mercado laboral. Si se considera un período prolongado (y no la sesgada comparación el colapso del 2001) prácticamente no se registraron cambios entre 1994 y 2010. En todos los debates sobre este tema aparece, además, la dificultad de indicadores construidos con datos del INDEC que carecen de fiabilidad.
Pero muchas evaluaciones eluden estudiar el problema mediante una comparación con las crecientes ganancias empresarias. Esta omisión es decisiva, puesto que no hay forma de reducir la desigualdad en forma significativa sin tocar esos beneficios. La inequidad expresa una relación entre esa variable y el salario. Mientras florezca la primera magnitud la segunda quedará relegada. Suponer que ambas pueden progresar simultáneamente (aumentando el bienestar de todos los actores económicos) es una ilusión tan inconsistente, como la teoría neoliberal del derrame.
La desigualdad se verifica más directamente en ciertas áreas como la educación, dónde continúa aumentando la brecha entre escuelas públicas y privadas. En el terreno de la salud el contraste es más brutal. Basta comprar la situación de cualquier hospital público con su equivalente privado, para contar con un registro directo de la inequidad.
Las brechas sociales comenzarían a atenuarse con una reforma impositiva que instaure mayor progresividad. Pero los funcionarios que sugirieron este cambio en el pasado, ahora lo consideran innecesario. Se ha naturalizado el IVA en los altísimos porcentajes actuales, mientras persisten gravámenes muy reducidos al patrimonio. Ni siquiera se modificó el régimen de exención a la renta financiera o los privilegios a la compra-venta de empresas.
Entre los economistas oficialistas se ha consumado un giro conservador para justificar esta continuidad. Afirman que la reforma impositiva se ha ejecutado de hecho, mediante el crecimiento económico, la presión tributaria y la creciente participación del comercio exterior en el pago de distintas tasas. Los viejos cuestionamientos a la estructura tributaria regresiva son olvidados, en pos de un bienestar que surgiría del simple funcionamiento del modelo.
Cualquiera sea la evaluación global de los mejoras o carencias sociales del modelo actual es evidente su sistemática erosión por el flagelo inflacionario. Si se toma en cuenta la evolución de los precios calculada por los institutos provinciales, el incremento de los precios osciló en los últimos años en torno al 18-25%. Esta carestía provoca un deterioro de los ingresos populares, que ha sido muy significativa en alimentos y vivienda y comienza ahora a extenderse a los servicios.
Muchas causas se conjugan para producir este resultado inflacionario, pero los precios esencialmente aumentan para mantener la rentabilidad de las grandes empresas. Esta es la principal causa del problema. Los grupos capitalistas más concentrados aseguran beneficios con remarcaciones que sólo ellos pueden disponer. La inflación actual no obedece como en el pasado al quebranto fiscal, ni expresa una pugna distributiva. Refleja fuertes restricciones de la oferta.
Los precios son empujados hacia arriba por una baja provisión de productos frente a una demanda recompuesta. Resulta imposible satisfacer con la misma capacidad instalada los nuevos pedidos de compra. La inflación ilustra como el modelo ha fallado en expandir el abastecimiento de mercancías.
Desde hace varios años el gobierno intenta infructuosamente atenuar este ascenso de los precios, mediante negociaciones con las cúpulas empresarias. Los capitalistas prometen, pero nunca cumplen. Disfrazan los incrementos o los distribuyen en distintos puntos de las cadenas de comercialización.
Algunos economistas suponen que esta distorsión se auto-corregirá mediante la continuidad de un alto consumo que arrastrare a la inversión. Pero aquí aflora una ingenuidad simétrica al imaginario neoclásico, al esperar ampliaciones automáticas de la demanda por un efecto expansivo de la oferta. Se supone que los capitalistas responderán a la continuada corriente de compras con espontáneas inversiones, sin evaluar riesgos o rentabilidades.
Como la tasa de inflación supera el 20% y la valorización anual del dólar no va más allá del 7% se ha consumado un desfasaje que genera tensiones cambiarias. Más que un retraso del tipo de cambio se ha producido un adelanto de la inflación. Este tipo de brechas arrastra una larga historia en Argentina y frecuentemente acompañó las etapas de recuperación pos-devaluatoria. El establishment propone equilibrar el precio del dólar con devaluaciones que empobrecerán a la población. No invierten pero se lamentan del deterioro de la competitividad. No mejoran el abastecimiento local, pero objetan el control de las importaciones que se ejerce para resguardar los dólares.
En diciembre pasado se verificó la primera pulseada para definir cuál será el ritmo y la magnitud del ajuste cambiario. Los grandes grupos exigieron celeridad, el gobierno rechazó esta imposición y ganó la reyerta, con medidas de corto plazo respaldadas en el alto nivel de las reservas. Pero ese éxito gubernamental no anticipa el resultado de nuevos encontronazos. El modelo está afectado no sólo por una fuga estructural de capitales. También se verifican fuertes transferencias de fondos de muchas compañías a sus casas matrices, para compensar los efectos de la crisis europea.
El gobierno ha reaccionado frente a estas tensiones con gran ambivalencia. Por un lado apuesta a superar las limitaciones del modelo con políticas pro-empresariales de incentivo a la inversión privada. En esos momentos prevalecen los mensajes amigables hacia los socios capitalistas, junto a fuertes agresiones verbales contra los sindicatos y numerosas advertencias contra los movimientos sociales. Pero en otros momentos, el oficialismo recurre a medidas de control que irritan a los grupos empresarios.
Esta contradicción es un resultado objetivo de los desequilibrios que enfrenta la economía nacional. No obedece a una perversión intervencionista, ni tampoco al ejercicio de un doble discurso. El gobierno simplemente afronta necesidades opuestas. Debe inducir la inversión y al mismo tiempo intervenir en formas creciente, para limitar el desbarajuste energético o el desbalance comercial. Esta presencia no es un acto de hostilidad hacia los empresarios, sino una forma de enfrentar las grietas del modelo con mecanismos de arbitraje oficial.
CONTRASENTIDOS NEOLIBERALES
La oposición derechista no ha logrado remontar el desprestigio que arrastra por su aplicación del modelo privatista de los 90. Pero apuesta a la desmemoria que pavimentan los medios de comunicación enemistados con el gobierno. Estos grupos enrarecen el clima político, esperando usufructuar del desgaste del oficialismo.
El mensaje neoliberal repite las muletillas de siempre. Atribuye todas las desgracias de la economía al intervencionismo (que sofoca los mercados) y a la corrupción (que impide una gestión eficiente). No les resulta muy difícil publicitar denuncias contra funcionarios impresentables, mientras ocultan cuidadosamente los pecados de sus protegidos.
La andanada habitual incluye acusaciones de chavismo y cuestionamientos a las medidas que ahuyentan los capitales, deterioran la confianza o extorsionan a las empresas. Salvaguardar los intereses de los grandes grupos económicos es el manifiesto propósito de muchas campañas con fuertes ingredientes de demagogia. La defensa de los jubilados contra la rapiña de un gobierno obsesionado por la caja es por ejemplo un ítem infaltable, en el discurso de quiénes apoyaron la privatización del sistema previsional y se opusieron a nacionalización de las AFJP.
Los economistas neoliberales están indignados con el populismo del gobierno. Consideran que el oficialismo genera inflación y desinversión, al promover un crecimiento que no toma en cuenta las restricciones de la economía. Siguiendo todas las prescripciones del manual neoclásico, este diagnóstico asume las limitaciones del entorno capitalista como un dato inamovible. Sólo recuerda la flexibilidad de esos condicionamientos, cuando un equipo neoliberal se aposenta en el Ministerio de Economía.
También es corriente presentar al populismo actual como una variante de sus modalidades tradicionales ((Perón) o de versiones proclives al endeudamiento (Menen). Se supone que las tres vertientes refuerzan el manejo del poder, con dádivas, clientelismo y manipulación.
¿Pero los restantes gobiernos de las últimas décadas no recurrieron a los mismos instrumentos? ¿Los militares fueron ajenos al endeudamiento? ¿Los radicales prescindieron del gasto público? Si se juzga a esas administraciones con el mismo parámetro de evaluación del populismo, se debería concluir que ese mal afectó a todas las administraciones contemporáneas. A partir de esa constatación, el populismo no quiere decir absolutamente nada.
Los neoliberales tampoco presentan ejemplos de experiencias correctivas. Sugieren que la enfermedad podría curarse con mayor incidencia del mercado, como si Menen y la Alianza no hubieran existido. Algunos continúan postulando la conveniencia de imitar las políticas de aperturismo y privatización que rigen en el resto del mundo.
Pero no aclaran cuáles son los ejemplos a seguir. Frente al desempleo y el empobrecimiento que golpea a las economías desarrolladas, ya no resulta tan sencillo elogiar a Estados Unidos. Luego del socorro europeo a los bancos, no es fácil repetir que los argentinos somos irresponsables en manejo de las finanzas. Ponderar el curso seguido por Brasil, Chile o Uruguay no suscita ningún entusiasmo.
Con una retórica más cautelosa los neoliberales promueven los ajustes de siempre. Consideran que la emisión se ha desbocado, que el atraso cambiario obliga a devaluar y que el congelamiento de tarifas es anti-natural. Postulan enfriar la economía y achicar el poder de compra.
Se hacen eco de todas las prioridades de los banqueros: ampliar reservas, recrear el superávit fiscal y acordar con el Club de Paris. Esta política exigiría también un recorte del consumo popular, que se ha expandido demasiado para los parámetros de la derecha. Por eso despotrican contra la fiesta de compras de los últimos años, recordando el peligroso antecedente de otros períodos de plata dulce y desborde salarial.
Esta mirada festeja el consumo suntuario de acaudalados como un dato normal de la existencia humana y se indigna con las corrientes de compras que superan el mínimo requerido por los trabajadores para subsistir. Derrochar la renta de la soja en costosas viviendas es un juicioso acto de libertad, pero recuperar el nivel de consumo popular constituye un imperdonable pecado. Por eso estiman que los asalariados ya desbordaron el misérrimo nivel de vida que les corresponde.
El ajuste que pregonan los neoliberales apunta también a favorecer al agro-negocio. Algunos proclaman abiertamente esta intención propiciando el regreso a formas del libre-comercio, para erradicar protecciones aduaneras y limitaciones a las exportaciones.
Esta postura expresa los viejos intereses del lobby agrario contra sectores industriales que usufructúan de las restricciones comerciales. Desde el mismo campo se lanzan las críticas contra los empresarios prebendarios receptores de subsidios, que los dueños de la tierra siempre consideraron propios. Estos cuestionamientos ilustran como los capitalistas se resisten a compartir con los recién llegados, el acceso privilegiado a la tesorería estatal.
La prédica neoliberal también incluye contundentes pronósticos de colapso de la economía K que hasta ahora no se han verificado. Como nadie recuerda los desaciertos de esos presagios, la previsión de un gran desplome continúa suscitando el mismo golpe de efecto. Es muy difícil predeterminar el desemboque de las tensiones que acumula el modelo. Pero el resurgimiento de la inserción internacional privilegiada de Argentina como proveedora de alimentos y la perdurabilidad del contexto de recuperación cíclica, torna muy improbable el escenario de catástrofe que publicita la derecha.
¿RECONSTRUIR LA BURGUESÍA NACIONAL?
Los defensores del modelo consideran que el motor del crecimiento económico ha sido la política oficial de estímulo a la demanda doméstica. Algunos recogen estudios que contrastan lo ocurrido en Argentina con otros países de la región, para señalar que sólo un reducido porcentaje del repunte del PBI obedeció a variables externas.
El carácter sesgado de esta evaluación ha salido a flote en el último período. Esta visión supone erróneamente que la economía K se regenera con impulsos virtuosos de la demanda y que el simple empuje del consumo garantiza la continuidad del buen sendero.
Esta mirada olvida la naturaleza capitalista de la economía argentina y su consiguiente dependencia de los patrones de lucro que impone la acumulación. Si el sistema pudiera auto-propulsarse mediante simples mejoras del poder adquisitivo, resultarían innecesarios los eslabones que vinculan a esa demanda con la rentabilidad y la inversión. La ingenuidad keynesiana suele omitir esos nexos.
Los capitalistas no son agentes pasivos que reaccionan ante estímulos de la demanda. Exigen un nivel de ganancia determinado por la competencia y los costos. El escenario pos-crisis (2003-07) de una economía empujada por las ventas ha quedado atrás y los incentivos que exigen los dueños del poder.
Estas demandas desorientan a muchos economistas del progresismo, que identifican el empuje del modelo con una redistribución del ingreso. Suponen que el sueño socialdemócrata de un empresariado benevolente ha comenzado a realizarse, sin notar que el repunte del consumo se ha situado por detrás del engrosamiento de las ganancias.
Algunos enfoques más acotados atribuyen el ciclo ascendente de la última década al
des-endeudamiento. La quita redujo efectivamente la vieja asfixia de los pasivos estatales, hasta un porcentual manejable. Pero este desahogo de la economía por alivios financieros no fue gratuito, ni exclusivamente solventado por acreedores. Derivó de un brutal proceso de confiscación de ahorros, que en gran medida consumaron los mismos grupos económicos que lideran la recuperación.
Otros partidarios del curso actual contrastan la realidad argentina con el desplome europeo y convocan al aprendizaje internacional de nuestros logros. Destacan el papel del país en las reuniones del G 20 y especialmente las recomendaciones de políticas anti- ajuste.
Pero olvidan que los políticos de la clase dominante argentina implementaban en los 90, los mismos atropellos que se llevan a cabo en el Viejo Continente. La identidad que se verifica actualmente entre social-demócratas y conservadores europeos, es muy semejante al parecido que tenían los radicales con los justicialistas hace una década. Como los gestores del capitalismo deben hacer lo que el sistema exige en cada período, frecuentemente los mismos personajes lideran ajustes y encabezan reactivaciones.
Un problema adicional del modelo K es su afinidad con modalidades de un capitalismo de amigos, que constituye la antítesis del ideal promocionado de capitalismo serio. El esquema de subsidios, contratos privilegiados y favores mutuos con los grupos afines no es muy compatible con la meta de un sistema competitivo, sabiamente arbitrado por el estado.
Es cierto que esa relación con socios privilegiados es traumática y genera situaciones de capitalismo de ex amigos. Pero los enojos sólo modifican el lugar de los grupos preferidos y en la mayoría de los casos abren un paréntesis hasta nuevas reconciliaciones. La telenovela que ha signado la relación de los funcionarios con Technit es un ejemplo del conflictivo rumbo que adoptan estas asociaciones.
El trasfondo del problema radica en las dificultades que enfrenta el gobierno para erigir un capitalismo nacional, sin la vieja burguesía nacional que priorizaba el mercado interno. Este sector perdió relevancia y actualmente predominan los grupos transnacionalizados. Cuando se satura el sector en que operan estos sectores, tienden a buscar salidas en el exterior. Esta conducta es coherente con el comportamiento habitual de toda la burguesía local, que realiza pocas inversiones, renueva su rentabilidad remarcando precios y fuga capital ante cualquier inconveniente.
En los últimos años se ha verificado la inexistencia de la ponderada burguesía nacional y la consiguiente preeminencia de los mismos grupos dominantes que manejan el poder económico. No hay otro capitalismo diferente al que impera en país. Esta configuración no se ha modificado bajo la gestión de Alfonsín, Menen, De la Rúa, Duhalde o los Kirchner.
Frente a esta evidencia muchos economistas mantienen la expectativa de disciplinar a los grupos económicos, a través de presiones o acciones que garanticen la preeminencia de la política sobre la economía. Pero esta esperanza choca con el muro del continuismo y la perpetuación del status quo. En los hechos ningún sector burgués de importancia se somete al dictado oficial. Mantienen la cortesía y prometen cumplir con las exhortaciones gubernamentales, pero en la práctica hacen sus propios negocios. No han modificado su vieja costumbre de aumentar precios, fugar capital y desinvertir.
La historia económica argentina está signada por los infructuosos intentos que realizaron los gobiernos peronistas para apuntalar desde el estado el fortalecimiento de una burguesía industrial competitiva. El fracaso de este propósito terminó generando virajes conservadores (Perón en 1953-54 y Perón-Isabel en1974-75). La gran incógnita a develar en la próxima etapa es si CFK ha inaugurado la repetición de esa secuencia.
Pero en el próximo período aparecerán las respuestas a esta evolución, en un marco de demandas populares que condicionan la agenda oficial. Por primera vez en varios años el gobierno tiende a ser desafiado con propuestas de izquierda desde los movimientos sociales, las organizaciones gremiales o las asambleas ciudadanas.
Estos planteos erosionan la estrategia oficial de presentar cualquier conflicto, como una disputa entre el pasado neoliberal y el presente progresista. La maduración de este proceso será determinante para forjar un proyecto económico favorable a las mayorías populares.