Neoliberales en América Latina III. Globalistas y cosmopolitas

11.Sep.14    américa latina
   

El social-liberalismo elogia al capitalismo globalizado desconociendo la envergadura de las crisis recientes. Pondera sus logros educativos o democráticos omitiendo la fractura social y los atropellos a los derechos populares. También desconoce el incremento de la desigualdad. Confunde el diagnóstico de la mundialización con su aprobación y la existencia de un mayor entrelazamiento internacional de las clases dominantes con el progreso cosmopolita.
Los globalistas que abandonan el socialismo manteniendo la hostilidad al nacionalismo ignoran la diferencia entre el chauvinismo reaccionario y el antiimperialismo progresista. Repiten una indiscriminada identificación del nacionalismo con dictadores corruptos. Suponen que la globalización desembocará en socialismos universales recreando ingenuas utopías de emancipación repentina.
El social-liberalismo sustituye la vieja crítica al tercermundismo por un desconocimiento de la opresión que exculpa al colonialismo, desvaloriza la descolonización y denigra el indigenismo. Observa comportamientos individuales autónomos donde impera la manipulación mercantil.
Es falso presentar a las guerras como rivalidades estatales ajenas a la competencia entre capitalistas. El belicismo no decae con la gobernanza política mundial. Se acrecienta para asegurar mercados y abastecimientos. Los argumentos humanitarios para justificar las intervenciones imperialistas utilizan una doble vara, que penaliza a los adversarios de las potencias y disculpa a sus aliados.


Neoliberales en América Latina III. Globalistas y cosmopolitas

Claudio Katz

El social-liberalismo está deslumbrado con la globalización. Considera que el incremento registrado en la internacionalización de la economía constituye el dato más auspicioso de la realidad actual. Cardoso, Castañeda y Sebreli sólo difieren en los argumentos de esa reivindicación.
Justificaciones más sorprendentes aportan otros dos autores del mismo perfil. Por un lado, el argentino Fernando Iglesias intenta combinar ciertas tesis de la izquierda liberal con posturas definidamente derechistas. Por otra parte, el inglés Nigel Harris ha sustituido viejos planteos de la izquierda radical por sofisticadas defensas del cosmopolitismo burgués.

FANTASÍAS GLOBALISTAS

Cardoso considera que la globalización abre las compuertas del progreso. Estima que este cambio permite gestar una sociedad representativa de la vitalidad histórica del capitalismo .
Pero esta evaluación no condice con la envergadura de la crisis reciente. La convulsión del 2008 no sólo puso en entredicho la supervivencia de los bancos. También reveló un grado de inestabilidad sistémica incompatible con las ilusiones de solidez que transmite Cardoso. Su apología también ignora los aterradores desequilibrios ecológicos actuales. Este deterioro del medio ambiente ha dado lugar a numerosos estudios que advierten contra una potencial regresión a la era de los glaciares.
Cardoso repite todos los lugares comunes sobre la globalización para justificar la apertura neoliberal que implementó en Brasil. Estos cambios debían generar mejoras sociales que nunca se verificaron. Sus dos mandatos de ortodoxia monetarista amplificaron la polarización social y el estancamiento económico en un marco de gran conservadurismo político.
También Castañeda expone una visión idílica de la globalización. Considera que permitirá gestar proyectos supranacionales de bienestar y expansión de la democracia. Supone que contribuirá a mejorar los sistemas escolares y la expansión de la “meritocracia”, requerida para apuntalar el crecimiento y la igualdad de oportunidades .
Con este tipo de fantasías los neoliberales han multiplicado las privatizaciones de la enseñanza. Deterioran la educación pública y excluyen a las mayorías del acceso al conocimiento. Castañeda ha participado personalmente en esta oleada de atropellos desde su función ministerial en el gobierno derechista del PAN.
Sebreli ofrece otro fundamento para los mismos elogios de la globalización. Considera que el auge de empresas transnacionales y coordinaciones económicas supra-nacionales retrata la marcha de un proceso progresivo e inexorable. Postula que no tiene sentido defender a la pequeña empresa frente a una evolución ineluctable del capitalismo y descarga una andanada de críticas contra la “utopía reaccionaria” de oponerse a ese destino .
Pero este inconsistente fatalismo oculta las terribles consecuencias sociales de la expansión mundial del capital. Este curso intensifica la destrucción de empleos, masifica la precarización laboral y potencia formas de competencia que corroen la continuidad de la acumulación. Sebreli olvida que ningún desenvolvimiento social es inevitable. En el marco de ciertas condiciones históricas se consuman transformaciones económicas sujetas al curso imprevisible de los antagonismos sociales.
Iglesias enaltece la globalización destacando su aporte a la consolidación de proyectos universales contrapuestos al particularismo. Considera que este proceso impulsa el desarrollo de la sociedad civil y reduce las pretensiones aislacionistas del viejo populismo. Pondera el nuevo espíritu globalista y rechaza a los nostálgicos que exaltan a la nación o proponen estatizaciones de la economía .
Pero la identidad que establece entre mundialización capitalista y consolidación de los derechos democráticos sólo se verifica en su imaginación. Las transformaciones de las últimas décadas han incentivado el apetito de lucro de las grandes empresas provocando despojos de pobladores, pauperización de trabajadores y depredación de los recursos naturales. La euforia privatizadora ha sido la principal causa de esta regresión social.
La ceguera frente a estas consecuencias se percibe en la insólita conexión entre globalización y reducción de la desigualdad, que establece el teórico socio-liberal Harris. Postula ese vínculo a contramano de incontables verificaciones opuestas .
Los cálculos que ha difundido recientemente el equipo de investigación dirigido por el economista Thomas Piketty desmienten en forma contundente cualquier ilusión en la mejora de la equidad. La mundialización neoliberal amplificó las brechas sociales en todos los países a un ritmo desconocido desde el siglo XIX .
Harris también afirma que las tendencias globalizantes contribuyen a reducir la pobreza . Pero este supuesto no sólo contradice el estado de indigencia que soportan los millones de hambrientos de la periferia. También contrasta con la nueva pobreza que genera la destrucción neoliberal de las conquistas sociales en Europa y Estados Unidos.

COSMOPOLITISMO BURGUÉS

La apología de la globalización difiere del reconocimiento de la mundialización como una nueva etapa del capitalismo. El social-liberalismo no se limita a diagnosticar la presencia de este novedoso estadio, sino que reivindica su aparición como un gran momento de progreso. En lugar de formular un análisis objetivo del salto registrado en la internacionalización del capital expone aprobaciones de esa transformación.
Esta diferencia entre el diagnóstico y la alabanza separa al social-liberalismo de numerosos estudios que retratan y al mismo tiempo cuestionan, la mundialización del capital. Estas miradas registran las contradicciones y los límites de ese proceso .
Harris combina evaluaciones con elogios. Subraya la diferencia entre la economía mundial (como entidad que enlaza a sus componentes nacionales) con la globalización, (como nueva subordinación de esas estructuras a fuerzas externas). Describe la forma en que las empresas transnacionales y la banca global modifican las fronteras y desbordan las regulaciones estatales. También ilustra la adaptación de las decisiones de inversión a las necesidades de un mercado internacionalizado. Evalúa estos cambios con gran optimismo .
Pero su entusiasta visión ignora los desequilibrios que introduce el período en curso. Harris omite la envergadura de la sobreproducción global y la magnitud del descontrol financiero que genera la mundialización. Desconoce que la competencia entre empresas, la saturación de productos y la plétora de capitales presentan una dimensión inédita.
El teórico inglés supone que la globalización recrea el virtuosismo cosmopolita del capitalismo naciente. Estima que la “revolución burguesa” actual tiende a superar la dominación estatal y facilita la constitución de sistemas genuinamente mercantiles. Considera que la actividad del empresario quedará liberada de las trabas que todavía impone la burocracia estatal .
Con esa mirada presenta un cambio en la reconfiguración de los estados como un debilitamiento de esos organismos. No percibe que la globalización sólo remodela instituciones nacionales esenciales para la continuidad del capitalismo. Los estados cumplen un rol central en la gestión de la fuerza de trabajo y persisten como estructuras insustituibles para garantizar la explotación del trabajo asalariado .
Harris desconoce este dato y se entusiasma con la expansión del mercado como pilar de la social civil global. No aclara cómo podría cumplir ese papel reforzando al mismo tiempo todos los desequilibrios del capitalismo. Simplemente sugiere que el mercado contribuirá al renacimiento de los mercaderes y banqueros sin patria que forjaron a la sociedad moderna. Asigna a estos grupos un rol primordial en la historia humana por su capacidad para gestar sistemas de intercambio y desarrollo .
Pero este mítico relato parece calcado de un manual neoclásico. Describe al capitalismo como un sistema sin origen conocido y tan sólo guiado por la fuerza supra-humana del mercado. Este mismo elogio expuso Adam Smith hace más de dos siglos, desconociendo las enormes crisis que genera este sistema .
Harris supone que el viejo cosmopolitismo comercial será reencarnado por una nueva clase de prósperos capitalistas transnacionales. Considera que este grupo ya se ha constituido como una formación objetiva (clase en sí) y evoluciona hacia su constitución subjetiva (clase para sí) .
Pero omite la función explotadora de este sector. Tampoco registra cuán lejos se encuentra el capitalismo de forjar el estado mundial que se requeriría para estabilizar a esa clase social transnacionalizada. El grado de madurez alcanzado por este nuevo segmento es un tema controvertido, pero su carácter opresivo está fuera de duda.
La marcha ascendente del capitalismo mundializado es imaginada por Harris como un proceso timoneado por las economías más abiertas. Elogia este perfil librecambista y se lamenta por la subsistencia de sistemas cerrados. Objeta ese tipo de protección estimando que provoca todo tipo de obstrucciones al desarrollo global .
Ese mismo razonamiento exponen los neoliberales cada vez que falla alguno de sus experimentos. En esas circunstancias suelen afirmar que las “reformas fueron insuficientes”. Pero la explicación real de estos fracasos es totalmente opuesta. El propio modelo de apertura y privatización genera los desajustes que socavan su continuidad.
Toda la mirada de Harris ilustra el pasaje de un enfoque socialista-internacionalista a una visión liberal-cosmopolita. Esta involución incluye la hostilidad explícita hacia los movimientos sociales que impugnan la globalización capitalista. Identifica estas acciones con el “populismo” .
Con esa postura se ubica en la vereda opuesta de la protesta social. Harris ha perdido la brújula para definir donde se sitúan el progreso y la reacción. No sabe que el primer terreno es abonado por los manifestantes que construyen foros sociales y el segundo por los millonarios que se reúnen en Davos .

CEGUERA FRENTE AL NACIONALISMO

El globalismo confronta duramente con el nacionalismo. Considera que esa ideología sintetiza todos los defectos de un encierro reactivo frente al progresismo cosmopolita. Identifica al patriotismo con el totalitarismo y cuestiona su resistencia a incorporar las ventajas de la mundialización. Esta crítica ha logrado cierta influencia, en un período signado por el deslumbramiento con Occidente y por el encubrimiento de la dominación imperial.
El cosmopolitismo burgués observa las distintas vertientes nacionalistas como reductos de líderes corruptos. Supone que estos dirigentes recurren a la demagogia para favorecer los intereses de casta y los manejos de las prebendas estatales. Advierte que esas manipulaciones están reñidas con la convivencia internacional.
Estos relatos son repetidos por los medios de comunicación y ya forman parte de un sentido común asimilado por la opinión pública de numerosos países. Incluyen la presentación del nacionalismo como una simple retórica utilizada por los tiranos del Tercer Mundo para perpetuarse en el poder.
En esas descripciones se coloca en una misma bolsa a los viejos socios del imperio caídos en desgracia y a los líderes antiimperialistas. Los dictadores en retirada (Galtieri, Noriega) son asemejados a los dirigentes populares (Torrijos, Chávez). Con esta confusión de intenta sepultar las tradiciones de lucha anticolonialista que construyen los países periféricos .
El anti-nacionalismo globalizante nunca distinguen las vertientes progresivas y regresivas del nacionalismo. Ubica en un mismo casillero al antiimperialismo y al chauvinismo. Desconoce que la primera variante constituye un componente esencial de las resistencias populares y que el segundo incentiva disputas artificiales entre pueblos vecinos.
Esta diferencia es justamente omitida por los autores socio-liberales, que contraponen los méritos de la “izquierda mundializante” con los defectos de la “derecha territorialista” . Con esa clasificación recrean el tradicional contraste entre civilización occidental y sociedades primitivas, que todos los colonialistas han utilizado para justificar sus atropellos.
En la versión actual de ese contrapunto, Clinton, Blair y Obama son situados en la “izquierda mundializante”. Pero esta caracterización es muy difícil de sostener, dada la similitud de estos mandatarios con Thatcher, Reagan o Bush, a la hora desplegar marines o bombardear países.
Las agresiones imperiales son presentadas por este enfoque como actos de justicia frente a las perversiones del nacionalismo. Este relato incluye el ensalzamiento de Estados Unidos como el mejor resguardo democrático del orden internacional. Se supone que las virtudes de la primera potencia derivan de su capacidad para auto-regular el uso de la fuerza .
Este panegírico habla por sí mismo. El principal responsable de los crímenes, las ocupaciones y los golpes de estado sufridos por los pueblos de la periferia durante la segunda mitad del siglo XX es visto como un gran protector de la humanidad.
Castañeda es más cauto en estas alabanzas. Reconoce que en América Latina el nacionalismo persiste como una bandera popular contra Estados Unidos y distingue esta utilización del manejo xenófobo de esa ideología .
Con esta caracterización acepta que el nacionalismo no es una desgracia uniforme e incluye vertientes opuestas de antiimperialismo y chauvinismo. Sin embargo el socio-liberal mexicano termina impugnando a ambas variantes, al afirmar que cualquier retórica nacionalista ha quedado desactualizada con la globalización. Estima que sólo subsiste como instrumento de algunos gobiernos para generar respaldo .
Pero si esas administraciones recurren a ese estandarte es porque el nacionalismo preserva alguna vitalidad estructural. Por un lado Castañeda repite el libreto neoliberal, que retrata al nacionalismo como un simple artificio para engañar a los pueblos. Al mismo tiempo desmiente ese diagnóstico, al reconocer la sintonía de este movimiento con las aspiraciones populares. No logra comprender que el secreto de esa adhesión estriba en la subsistencia de formas de opresión imperial, que son rechazadas por la mayoría de la población.

DEL SOCIALISMO AL GLOBALISMO

La crítica socio-liberal al nacionalismo frecuentemente proviene de autores que en los años 70 criticaban al antiimperialismo desde la izquierda, cuestionando su omisión de perspectivas socialistas.
Sebreli defendía esta línea de objeciones ultra-internacionalistas. Se inspiraba en la posición asumida por Rosa Luxemburg, que a diferencia de Lenin confrontó con los movimientos de liberación nacional remarcando su omisión de los antagonismos de clase. El intelectual argentino retomó esa visión y atribuyó a todos los nacionalismos un contenido reaccionario. Con esa fundamentación postuló que el pensamiento progresista debía ser anti-nacionalista .
Pero Sebreli olvidó que esos debates fueron anteriores a la revolución rusa y se saldaron con un alineamiento mayoritario a favor de la tesis leninista. Este último enfoque aportó una distinción entre nacionalismos avanzados y regresivos, que demostró enorme vigencia en todos los procesos anticapitalistas del siglo XX.
Basta recordar la trayectoria de las revoluciones china, vietnamita o cubana para notar como la resistencia antiimperialista desembocó en transformaciones socialistas. Lejos de oponerse, estos dos cimientos de la lucha popular tendieron a converger en un mismo proceso de emancipación. Los principales procesos socialistas de la centuria pasada se consumaron combinando la radicalización conjunta de las demandas nacionales y sociales de los pueblos oprimidos.
En su giro derechista Sebreli archivó el marxismo, pero recreó su hostilidad hacia el nacionalismo. La selección de concepciones que decidió abandonar y preservar es muy ilustrativa de su viraje socio-liberal. En su actual etapa conservadora el pensador argentino ha estado más atento a lo que dice Vargas Llosa que a los escritos de Lenin. Sus críticas al nacionalismo ya no destacan áreas de conflicto con el socialismo sino con el liberalismo.
El apologista de la globalización polemiza especialmente con el origen romántico de las teorías nacionalistas, que indagan la identificación originaria de cada nación con cierta lengua, cultura o radio geográfico. Cuestiona la falta de rigor de estas conexiones, recordando la enorme variedad de desemboques nacionales que ha registrado la historia. También señala el carácter contingente de estas formaciones y la inexistencia de cualquier tipo de predestinación en la gestación de las naciones .
Pero esta acertada crítica a la idealización romántica del surgimiento nacional omite una segunda parte del problema: el devenir posterior del nacionalismo. Cualquiera sea el origen de cada entidad nacional, lo más importante ha sido el uso de esta tradición para causas progresistas o chauvinistas.
La forma en que Hitler o Mussolini utilizaban las mitologías de los pueblos germánicos o las civilizaciones latinas fue totalmente contrapuesta a la modalidad con que Sandino, Ben Bella o Arafat exaltaron la historia de Nicaragua, Argelia o Palestina. Esta diferencia cualitativa es imperceptible para el razonamiento socio-liberal, que coloca en una misma bolsa de deshechos a todas las modalidades del nacionalismo.
Esta ceguera no es casual. Una vez abandonada la meta socialista ya no interesa distinguir cuáles son los procesos nacionalistas afines o contrapuestos al objetivo igualitarista. Ahora sólo se busca detectar qué tipo de ideologías son favorables al liberalismo y en esta nueva clasificación todas las variantes del nacionalismo son impugnadas.

EMANCIPACIÓN REPENTINA

Niguel Harris ha transitado por un carril muy semejante a Sebreli. También objetó durante cierto tiempo la estrategia de empalmar el proyecto socialista con las banderas de la liberación nacional. Posteriormente trazó un balance demoledor de todas las experiencias nacionalistas de posguerra. Remarcó su fracaso en desenvolver el capitalismo local a través de procesos de sustitución de importaciones y destacó las falencias de las economías cerradas en los nuevos escenarios de la globalización .
Esos límites efectivamente determinaron el declive del antiguo desarrollismo y generalizaron el viraje de las viejas burguesías nacionales hacia el neoliberalismo. Pero este balance omite la existencia de otros procesos nacionalistas que siguieron trayectorias radicales, demostrando como la lucha consecuente por la liberación nacional puede empalmar con proyectos socialistas.
Al igual que sus pares latinoamericanos, Harris saltó del anti-dependentismo socialista al socio-liberalismo. Por eso desconoce todos los ejemplos de evolución positiva del nacionalismo. En sintonía con el globalismo de los años 90 transformó su crítica socialista inicial al tercermundismo en una justificación del neoliberalismo actual.
Esta afinidad con la ideología dominante se verifica en sus cuestionamientos a la tradición económica proteccionista o a la política exterior autónoma, que mantuvieron algunos países de la periferia. Objeta esta actitud señalando que obstruyen el pleno despliegue de la globalización. Critica la resistencia de México a la desnacionalización del petróleo y considera que la persistencia de algunas empresas nacionalizadas en África Sub-Sahariana contraría la nueva agenda global .
Esta argumentación parece calcada de los mensajes difundidos por el neoliberalismo para exaltar la apertura comercial y las privatizaciones. No se limita a retratar los límites o contradicciones de las políticas proteccionistas, sino que pondera la aplicación del paquete liberal en las economías subdesarrolladas. Estima inexorable la evolución hacia el capitalismo mundializado, en los mismos términos que el fatalismo thatcherista resaltaba la ausencia de alternativas a sus propuestas.
Pero con esa visión se oculta que las desventuras padecidas por los países subdesarrollados en las últimas décadas provienen de su resignación frente al libre-comercio. Las depredaciones que sufrieron estas naciones fueron consecuencia de su inserción en la globalización y no de la resistencia a participar en ese proceso.
Harris repite el argumento predilecto de los neoliberales, al afirmar que las dificultades afrontadas por las economías periféricas obedecen a su incorporación incompleta a la oleada globalizadora. Este razonamiento atribuye cualquier falla en este proceso a la inconsecuente introducción de las medidas reclamadas por los globalizadores. Pero como nadie conoce cuál sería ese patrón íntegro de reformas neoliberales, siempre hay espacio para argumentar que falta algo.
Lo más extraño de esa reflexión es su pretensión de preservar algún fundamento socialista. Harris encuentra esa conexión en el desemboque final de la revolución burguesa mundial en curso. Supone que al concluir este proceso quedará facilitada una transición hacia el igualitarismo .
Este insólito pronóstico presagia el socialismo a partir de la extensión de su opuesto. Presupone que la sociedad sin clases emergerá de la expansión del capitalismo. Como ya se ha descartado cualquier mediación nacional hacia la transición socialista, ahora apuesta a un devenir global instantáneo del pos-capitalismo. En lugar de procesos diversos -resultantes de trayectorias nacionales diferenciadas- imagina algún corolario socialista simultáneo. Este resultado irrumpiría cuando el mundo declare su fatiga con el capitalismo.
Esa creencia en utopías globales repentinas es tan inconsistente que el propio autor evita aclarar cuál sería la modalidad, forma o contenido de ese proceso. La fascinación con el globalismo neoliberal conduce a esos contrasentidos.

LA INFERIORIDAD AFRICANA

El rechazo socio-liberal del nacionalismo antiimperialista profundiza una tradición conservadora de hostilidad hacia las mayorías. Retoma el desconocimiento de la opresión racial, la denigración del indigenismo y la descalificación de los movimientos populares. En el caso de Sebreli esa actitud empalma con su vieja confrontación con el tercermundismo.
En el pasado objetaba este último alineamiento por su desconsideración del papel protagónico del proletariado, como único sujeto capacitado para liderar el cambio revolucionario. Estimaba que sólo la clase obrera podría comandar esa transformación, tanto por su exclusión de los beneficios del capitalismo, como por su portación de fines universales de emancipación. Subrayaba que el proletariado no ambiciona convertirse en una nueva clase dominante .
Esta defensa del exclusivismo obrero era contrapuesta a otras visiones del marxismo (próximas al maoísmo o al castrismo), que resaltaban las potencialidades revolucionarias de distintos sectores oprimidos (como el campesinado o las minorías raciales). La crítica arremetía contra el intento de equiparar a esos segmentos subyugados con el proletariado. Resaltaba la primacía de la clase obrera por la homogeneidad social, conciencia política o gravitación económica de este sector.
Pero estos argumentos perdieron todo significado con la conversión del marxista puro en liberal. En ese giro Sebreli olvidó al proletariado pero mantuvo su desconsideración hacia otros grupos oprimidos. Esta desvalorización incluye el cuestionamiento de la lucha secular de los pueblos de origen africano contra la esclavitud. Estima que esa modalidad brutal de explotación constituyó un mal necesario, que fue erradicado por meritorias acciones del liberalismo británico.
Sebreli afirma que África se encontraba en decadencia, cuando llegaron los europeos para participar en un tráfico de esclavos, manejado por árabes y reyezuelos del continente. Considera que esa cruel actividad respondió a estrictos motivos económicos y fue suprimida al chocar con los valores humanistas del imperio inglés .
En esta ridícula fábula se invierten los datos básicos de la historia para exculpar a los esclavizadores y responsabilizar a los esclavos por sus desgracias. Se enaltece directamente a las potencias coloniales, que en el debut del capitalismo recrearon una modalidad brutal de opresión laboral.
Sólo un razonamiento fatalista puede imaginar que la esclavitud generó más beneficios que sufrimientos. La combinación de esta visión mecánica con la idealización del liberalismo conduce a presentar la eliminación de la trata como un acto iluminista de modernización.
Esta mirada observa a los oprimidos como objetos inanimados, totalmente ajenos al curso de los acontecimientos. Por eso Sebreli omite la extraordinaria revolución social y anticolonial de Haití, que condicionó todo el proceso de la Independencia de América. Su presentación endulzada de la esclavitud exige ocultar esa gesta.
Sebreli también reivindica el colonialismo inglés por su difusión internacional de conocimientos, saberes y mejoras económicas . Repite las viejas leyendas escolares del hombre blanco que emancipa a los nativos de su ignorancia y penurias. Pero evita comparar esa filantropía con las destrucciones que consumaron los colonizadores para multiplicar sus ganancias. No considera, por ejemplo, la hemorragia demográfica que sufrió África por la sustracción masiva de pobladores convertidos en esclavos. Esa depredación humana derivó en siglos de estancamiento del continente negro.
El escritor argentino reproduce el positivismo deshumanizado que la social-democracia asimiló del liberalismo a principio del siglo XX. Esa absorción incluyó la reivindicación del colonialismo como un proceso de civilización de los pueblos bárbaros. Qué esa obra de progreso fuera realizada por cazadores de esclavos, depredadores de caucho o saqueadores de marfil nunca inquietó mucho a esa tradición. Ni siquiera registró que los conquistadores de África estaban ubicados en las antípodas del capitalista productivo.
La social-democracia pro-imperial siempre encontró alguna justificación del “costoso precio” que impone el “avance de la historia”. Con ese criterio eludía distinguir a las víctimas de los victimarios y omitía denunciar el enriquecimiento de las minorías a costa de las mayorías.
En el relato que ofrece Sebreli, los elogios del colonialismo inglés son sucedidos por críticas a los regímenes políticos radicales surgidos de la descolonización. Los breves y frustrados ensayos de “socialismo africano” a mitad del siglo XX en Angola, Mozambique, Etiopía o Yemen del Sur son incluso equiparados con el fascismo .
Esta denigración es coherente con la presentación del colonialismo como un acto de instrucción. La descolonización es asemejada al desorden que generan los pueblos inmaduros y el análisis de las adversidades (o desaciertos) de las experiencias radicales es reemplazado por la impugnación de estos procesos. Esta descalificación incluye una explícita desvalorización de la cultura negra, que Sebreli considera inferior a sus equivalentes latinas, islámicas o judías.

EL INDIGENISMO Y EL POPULACHO

El teórico argentino identifica al indigenismo con el irracionalismo. Afirma que en ese plano la tradición pre-colombina tiene muchos puntos de contacto con el despotismo oriental .
Esta evaluación naturalmente se basa la presentación de Occidente como la realización de la civilización. Sebreli considera que esa superioridad deriva de la primacía asignada a la razón, a la convivencia social y a las conductas humanistas. Estima que la herencia de las sociedades que chocaron con Europa merece ser desechada por obsoleta y regresiva.
El pensador socio-liberal presenta, por ejemplo, la cosmovisión incaica de unidad indivisible del hombre con la naturaleza como una manifestación de oscurantismo. Enaltece en cambio los mitos del progreso tecnológico irrestricto, a pesar de sus terribles efectos sobre el medio ambiente. No registra los peligros que esta demolición entraña para la supervivencia humana, mientras impugna las tradiciones de equilibrio ecológico de custodia de la “madre tierra”. Al endiosar el legado de Occidente en desmedro de otras culturas oculta los particularismos de una cosmovisión, que disfraza con prédicas universalistas su desvalorización de otras formas de pensamiento .
Sebreli no analiza el significado de cada tradición cultural. Se limita a contrastarlas con el valorizado parámetro occidental. Tampoco sitúa los acervos ideológicos en el lugar que ocuparon en las batallas sociales de cada época. Por eso el liberalismo es ubicado siempre en el primer escalón y el indigenismo en el último, sin observar quiénes fueron los voceros de estos pensamientos en cada circunstancia.
Con este enfoque no puede distinguir la enorme diferenciación interna que registraron ambas corrientes a lo largo de la historia. Son evaluadas como dos bloques opuestos omitiendo sus fracturas internas. Desconoce que el liberalismo de Mariano Moreno y Roca eran completamente distintos y que las alabanzas melancólico-folklóricas del indigenismo chocan con la tradición combativa de Tupac Katari.
La ceguera socio-liberal impide notar como el iluminismo ha sido deformado por los opresores y en qué medida el indigenismo actual retoma demandas de igualdad política y cultural de los pueblos andinos. La visión conservadora obstruye esta percepción básica. Sólo registra el costado totalitario de la tradición indigenista, sin notar sus componentes de colectivismo igualitarista. Por eso cuestiona los legados de regimentación jerárquica y desconoce la tradición de trabajo comunitario .
En el imaginario liberal las sociedades pre-colombinas eran más totalitarias que las estratificadas estructuras socio-políticas que introdujo la colonia. Esa creencia es congruente con la presentación que hace Sebreli del descubrimiento de América, como una obra de emprendedores imbuidos del espíritu renacentista.
Esa leyenda ha sido atemperada en los últimos años por el establishment educativo, que reemplazó la insultante conmemoración del “día de la raza” por un edulcorado festejo del “encuentro entre dos culturas”. Sebreli preserva la versión más descarnada de ese acontecimiento y continúa suponiendo que América ingresó en la historia, gracias a la demolición de las civilizaciones pre-hispánicas.
Esta denigración de los oprimidos empalma con su defensa del individualismo frente a la acción colectiva. En sintonía con el ultra-liberalismo que asumió en los últimos años, Sebreli supone que todo individuo pierde sus cualidades cuando participa en un colectivo popular. En ese ámbito se torna pasivo y queda sujeto a la manipulación que ejercen los dictadores sobre la multitud .
Partiendo de esa caracterización, Sebreli repite todos los prejuicios del liberalismo oligárquico contra las masas sometidas a la protección del caudillo. Reitera un tipo de zoncera que forjó el imaginario urbano de las clases medias latinoamericanas, como individuos liberados del manoseo totalitario. Ese mito siempre ocultó la dependencia política e ideológica de este sector respecto de minorías acaudaladas. El temido caudillo fue sustituido por encadenamientos más efectivos.
El social-liberalismo no registra esa subordinación a las elites oligárquicas porque ha incorporado todas las supersticiones neoclásicas de independencia individual. Imagina a las personas como agentes racionales que actúan siguiendo las señales de los mercados. Sebreli combina esa ilusión con una actitud reactiva frente a cualquier acción popular.

¿FIN DE LAS GUERRAS?

El social-liberalismo justifica su entusiasmo con la época actual destacando que la globalización disipará el peligro de guerras. Afirma que se están conformando nuevos mecanismos de gobernanza mundial que pavimentarán la pacificación, mediante la adaptación de los estados nacionales a la internacionalización de la economía. Estima que con ese amoldamiento se reducirán todas las amenazas bélicas.
Harris interpreta que las guerras constituyen simples consecuencias de la competencia entre los estados. Recuerda que esa rivalidad se remonta al siglo XVIII (68 guerras con 4 millones de muertos), se acentuó en el siglo XIX (205 guerras con 8 millones de muertos) y culminó en el siglo XX (234 guerra con 115 millones de muertos). Señala que mediante esas conflagraciones las clases dominantes quedaron subordinadas a la agenda auto-destructiva de los estados.
También supone que la compulsión a los conflictos armados potenció las tendencias estatal-nacionalistas, sofocando la inclinación pacifista del capitalismo comercial. Las batallas sanguinarias se impusieron a la dinámica negociadora de los burgueses cosmopolitas .
Esta visión es un calco de la presentación liberal de la guerra, como un producto de ambiciones territoriales contrapuestas a la convivencia de los mercados. Los generales son vistos como responsables de las desgracias que rechazan los empresarios. Con este razonamiento se festeja la primacía lograda por los mercados en desmedro de los estados. Se supone que la globalización reducirá los enfrentamientos militares permitiendo una sana concurrencia por el beneficio.
Pero con esta fábula se oculta la estrecha relación de los capitalistas con el belicismo estatal y la enorme fuente de lucro que representan las guerras para las grandes empresas. Lejos de ser ajena o contrapuesta a las conflagraciones, la competencia capitalista siempre ha sido determinante de esas sangrías.
Existen abrumadoras evidencias del papel jugado por esas rivalidades en el desencadenamiento de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La pugna por dominar los mercados desembocó en inéditos enfrentamientos entre potencias. Los social-liberales no sólo ignoran este origen, sino que omiten la gravitación posterior de la economía de guerra en el crecimiento de los años 50 y 60. La carrera armamentista motorizó el nivel de actividad con el mismo ímpetu que había incentivado las reactivaciones precedentes.
El social-liberalismo también desconoce hasta qué punto el complejo industrial-militar del Pentágono continúa apuntalando a la economía estadounidense. Las guerras inter-imperialistas del pasado han sido sustituidas por una gestión imperial más colectiva, que exige intervenciones bélicas constantes para asegurar el control de la energía y los recursos naturales de África o Medio Oriente .
Harris supone que la pacificación del planeta sobrevendrá al cabo de una paulatina maduración de la globalización. Estima que esa meta será alcanzada cuando la solidez de la gobernanza mundial neutralice las resistencias del viejo autoritarismo. Con esa visión pondera el afianzamiento de una economía internacionalizada que consolidará un planeta pacificado .
Pero estas fantasías ignoran la escalada de genocidios y destrucciones materiales en curso. La expectativa de un gran consenso cosmopolita de convivencia no condice con la realidad de la dominación imperial.
Iglesias desconoce estos datos en su presentación de los conflictos actuales. Atribuye esos choques a la supervivencia de dictadores diabólicos que fanatizan a la población. Considera que las guerras son actos de suicidio colectivo, implementados por estados que arrastran resabios de tribalismo feudal .
Con esa simplificación se exculpa a las clases dominantes por las tragedias bélicas, ocultando que no son víctimas sino artífices de esas mortíferas situaciones. La lógica competitiva del capitalismo continúa determinando esas sangrías.
Iglesias estima que esas pesadillas tenderán a disiparse con el afianzamiento en las Naciones Unidas. Considera que la pacificación acompañará la gestación de nuevos poderes democráticos. Apuesta al surgimiento de parlamentos globales al cabo de complejos procesos de maduración cosmopolita. Postula un detallado modelo de formas regionales de esa transición hacia estructuras políticas mundiales .
Pero no registra la manifiesta incompatibilidad del capitalismo con esa utopía. Un sistema de competencia por beneficios surgidos de la explotación no puede desembocar en una sociedad civil global de armonía y consenso. El imaginario de una República Universal basada en el derecho internacional y regulado por una constitución planetaria requiere la erradicación previa de la primacía del lucro.

INTERVENCIÓN HUMANITARIA

La principal consecuencia del cosmopolitismo social-liberal es la convalidación de la intervención imperialista. Esta acción es aprobada mediante curiosas aplicaciones de las teorías globalistas. Las mismas justificaciones de “protección humanitaria” que enarbolan las potencias occidentales son presentadas como grandes pasos hacia el orden democrático.
Harris afirma que esas incursiones ya no son realizadas por un estado contra otro, sino por organismos colectivos para asegurar la convivencia mundial. Considera que por primera vez en la historia se ha creado la posibilidad de eliminar las guerras. Supone que las operaciones militares consensuadas a nivel internacional permitirán sustituir la vieja concurrencia bélica por una promisoria rivalidad en torno a la educación, el deporte o la cultura .
Si esta ingenuidad no tuviera consecuencias prácticas pasaría desapercibida como otra banalidad liberal. Pero con ese tipo de reflexiones se avala el derecho de intervención imperial en Kosovo, Irak o cualquier otra región señalada por el Pentágono. Harris elude la denuncia de este tipo de expediciones, estimando que sólo transparentan el uso de armas o relaciones de poder ya existentes .
Pero el social-liberalismo no se limita a convalidar el status quo. Se ha especializado en perfeccionar un piadoso disfraz para recubrir las operaciones imperialistas. Iglesias afirma que soslayar el sostén de esas acciones conduciría a un resultado peor. Las matanzas entre grupos nacionales, religiosos o raciales embarcados en operaciones de limpieza étnica quedarían impunes. Por esta razón postula reemplazar el principio de no intervención por formas humanitarias de injerencia .
Con un lenguaje más descarnado Sebreli desenvuelve las mismas propuestas. Convoca a relativizar el concepto de soberanía territorial y resalta la meritoria labor cumplida por Estados Unidos en el derrocamiento de Noriega (Panamá) y Sadam (Irak). Con el mismo cinismo que exhiben CNN o FOX afirma que habría sido inadmisible abandonar a su suerte al pequeño Kuwait invadido .
Con esas falacias se acepta la doble vara que impone la diplomacia norteamericana. Cuando un adversario de Estados Unidos perturba el orden global merece castigos inmediatos y cuando lo hace un aliado del imperio debe ser comprendido en silencio. En esta duplicidad se basa el tramposo criterio neoliberal de custodia de los derechos humanos.
Basta registrar la devastadora secuela de destrucción que dejan todas las agresiones imperialistas, para notar cuánto cinismo subyace en los llamados liberales a “empoderar a la sociedad civil” contra el belicismo estatal. La misma hipocresía presentan las convocatorias a forjar valores cosmopolitas, promoviendo desarmes o cortes internacionales de justicia .
La social-democracia globalizada se ha transformado en una usina de propaganda imperial. Revalida el derecho de intervención colonial con viejos argumentos de los opresores. Se imagina a sí misma como la encarnación suprema de la civilización y actúa como vocera de las causas más retrógradas del capitalismo contemporáneo.
11-9-2014
RESUMEN

El social-liberalismo elogia al capitalismo globalizado desconociendo la envergadura de las crisis recientes. Pondera sus logros educativos o democráticos omitiendo la fractura social y los atropellos a los derechos populares. También desconoce el incremento de la desigualdad. Confunde el diagnóstico de la mundialización con su aprobación y la existencia de un mayor entrelazamiento internacional de las clases dominantes con el progreso cosmopolita.
Los globalistas que abandonan el socialismo manteniendo la hostilidad al nacionalismo ignoran la diferencia entre el chauvinismo reaccionario y el antiimperialismo progresista. Repiten una indiscriminada identificación del nacionalismo con dictadores corruptos. Suponen que la globalización desembocará en socialismos universales recreando ingenuas utopías de emancipación repentina.
El social-liberalismo sustituye la vieja crítica al tercermundismo por un desconocimiento de la opresión que exculpa al colonialismo, desvaloriza la descolonización y denigra el indigenismo. Observa comportamientos individuales autónomos donde impera la manipulación mercantil.
Es falso presentar a las guerras como rivalidades estatales ajenas a la competencia entre capitalistas. El belicismo no decae con la gobernanza política mundial. Se acrecienta para asegurar mercados y abastecimientos. Los argumentos humanitarios para justificar las intervenciones imperialistas utilizan una doble vara, que penaliza a los adversarios de las potencias y disculpa a sus aliados.